El camino de casa a la escuela y de la escuela a casa es lo que más recuerdo de cuando era niña. Cada mañana, salía sobre las nueve con mi cartera de cuero marrón a la espalda, pensando en las musarañas –supongo-, hasta que me encontraba con algún niño o niña con el que terminaba el recorrido caminando, corriendo o saltando.
A los maestros, a algunos los recuerdo con más cariño y a otros con menos. En cualquier caso, nunca viví ningún episodio traumático en relación con ellos, ni para bien ni para mal. Tampoco sabría decir cómo han influido esos años escolares en el resto de mi formación o en mi actitud académica, ni sé si han tenido alguna otra influencia en lo que soy hoy. Me pasaba las horas jugando a los médicos y a los policías, y ni soy médico ni soy policía. Por no hablar que de líder tenía menos que una mosca. Nunca fui popular ni nadie me hizo, en general, mucho caso, y esta característica personal, a día de hoy, sí que sigue intacta.
Lo que puedo asegurar es que cuando evoco una imagen de paz, siempre tiene que ver con ese camino a la escuela que bajaba empinado desde la Iglesia y que en primavera olía a pipirigallos y a amapolas. Creo que no podría encontrar más calma en ninguno de los otros momentos de mi vida almacenados en mi memoria.
Con el paso del tiempo, he llegado a la conclusión de que parte de la felicidad –ignorante, pero felicidad- de esos años, tiene mucho que ver con que, entonces, sabíamos quiénes eran los buenos y quiénes los malos. Cada uno estaba en su sitio y no había miedo de contaminación. Las fronteras aparecían siempre bien definidas y cada cual se ajustaba a su discurso. Sin sorpresas. Creo también que fueron de los pocos años de nuestra existencia en los que hablábamos de cosas realmente importantes, como nuestra familia, nuestros amigos y nuestra bicicleta, porque ¿hay algo más importante que estos tres asuntos? Y son además de los pocos años en los que nos podíamos permitir decir lo que pensábamos, sin contaminación -como los buenos y los malos-, y sin repetir como loros frases hechas sobre las que, a veces, ni reflexionamos, pero que nos inoculan hasta que terminamos creyéndolas, como que nuestros jóvenes son la generación mejor preparada de la historia, por ejemplo. Por no mencionar que tengamos que aguantar, cada día, que nuestros políticos nos hablen, como si fuésemos tontos, de asuntos que solo atañen a ellos. Que aburrimiento. Después de cinco minutos viendo las noticias, prefiero volver a bajar la cuesta de la Iglesia a la escuela y esperar a que llegue San Pedro y, con él, las vacaciones de verano.