Si hay algo que tenía claro cuando afronté la escritura de mi última novela juvenil (Los nombres del fuego), es que quería dos protagonistas femeninas. Dos mujeres jóvenes, de dieciséis años, que llevan todo el peso de la narración y cuya motivación vital no es conseguir al hombre de sus sueños, sino construir la vida de sus sueños. Por eso son heroínas, porque la verdadera épica consiste en vencer la más dura de todas las guerras, la que libramos con nuestros miedos, complejos y fantasmas. En la novela, construir su vida equivale a edificar su identidad, y no como el apéndice del galán de turno, sino desde sí mismas, de sus emociones y sus anhelos. Y claro que hay espacio para el amor y para el sexo en la novela, pero en la misma medida que lo hay para la amistad, para la familia o para su propia soledad, no como motor único que desvirtúe su lucha. Un espacio en el que ni Abril (la protagonista del siglo XXI) ni Xalaquia (la protagonista azteca del siglo XVI) están dispuestas a dejar que sean ellos quienes lleven la iniciativa.
Como en todo cuanto escribo, el origen de ambas protagonistas se remonta a una situación muy concreta. Un día en el que, a la salida del instituto donde daba clase, me encontré con una alumna de la ESO y su novio, de la misma edad, en el autobús. Se bajaron antes que yo y, cuando arrancábamos de nuevo, vi desde la ventanilla cómo el novio tiraba contra el suelo el móvil de ella. Al día siguiente, cuando hablé con ambos del suceso, me encontré con que ella lo comprendía y lo disculpaba: Nos pusimos nerviosos; son solo celos; me quiere mucho… Y no solo eso, sino que esa disculpa era compartida por muchas más compañeras de su curso y nivel que coincidían en que eso le puede pasar a cualquiera. Algo está fallando cuando asumimos que el amor son celos, posesión y control. Cuando soportamos y hasta disculpamos la violencia. Cuando confundimos el romanticismo con esos candados que aparecen en los puentes y que tanto detesta Abril. Cuando el único objetivo parece ser encontrar al desteñido príncipe azul en vez de proyectarnos a nivel individual en todas las facetas que conforman nuestra identidad. Por eso me embarqué en esta novela. Por eso nacieron personajes como Marina. Y por eso sentí que tenía que escribir esta historia y no ninguna otra. A veces (muchas) son las historias quienes nos eligen. No a la inversa.
Si revisamos la ficción literaria y audiovisual que se ofrece a los más jóvenes es fácil comprobar cómo, muy a menudo, reproduce un mismo esquema narrativo: chica se enamora de chico (a ser posible, duro y macarra), chica sufre durante x (a ser posible, muchas) páginas, chica sufre todos los desprecios que el chico en cuestión quiera hacerle hasta que chica consigue el amor (a ser posible, en la última página del último capítulo) y comprobamos que esperar merece mogollón la pena porque el amor puede con todo. Este mensaje falsamente romántico es un continuo canto al maltrato que se inculca, en las oportunas dosis, en las y los adolescentes a través de historias que suelen ser tan lamentables en su fondo como en sus formas. Una ficción que idealiza el sufrimiento y abandona por completo la opción de retratar situaciones reales, cotidianas, momentos en los que puede caber la dureza, o el desencanto, o por qué no, también la ilusión y el deseo.
Ahora que se aproxima el 8 de marzo volveremos a preguntarnos por los pasos que nos quedan a dar hacia la igualdad. Pero esa pregunta debe ser diaria y ha de estar presente en todos nuestros actos. Mientras haya quien siga reaccionando con desprecio ante palabras tan hermosas y necesarias como feminismo (con frases tan atroces e ignorantes como “no soy machista ni feminista”) estaremos muy lejos de esa igualdad real. Por eso, desde mi pequeña parcela como autor, me preocupan asuntos como la visibilidad de las autoras en los libros de texto que escribo (¿por qué leemos en clase fragmentos de Tirso de Molina y no de Ana Caro?, ¿por qué el espacio que se destina a Rosalía y a Emilia Pardo Bazán es menor que el que ocupan Bécquer o Clarín?), o siento la necesidad de construir mujeres fuertes y reales mujeres como las que me rodean y a las que admiro, en mis novelas y en mis obras teatrales. Quizá convenga echarle un vistazo, una vez más, al test de Bechdel. Una prueba de fuego que, me temo, seguimos sin superar.