No voy a salir con miedo a la calle. Nunca.
No me he pasado años construyéndome y definiéndome para echarme atrás ahora por unos cuantos salvajes que, al ser minoría, han decidido hacer mucho ruido con agresiones homófobas como esta. No he tenido que soportar la duda y hasta la burla de las miradas ajenas cuando apenas era un crío para ahora avergonzarme de sentirme feliz (muy feliz) siendo quien soy. No he luchado por crecer como persona para que la ignorancia y la barbarie ajena amputen un solo milímetro de mi libertad.
No hemos peleado por tener unos derechos como los que disfrutamos para dar un solo paso atrás, ni para acobardarnos ante ciertos animales rabiosos de esos que solo actúan en grupo, porque jamás tendrían el valor que nosotros sí tuvimos cuando nos tocó definirnos. Cuando tuvimos que asumir lo que esa definición, sincera y honesta, supondría y los retos que, en esta sociedad donde la igualdad real aún no se ha logrado, nos iba a tocar superar. No hemos batallado para olvidar a todas las generaciones anteriores que se vieron envueltas en la represión y el odio más brutal, que se vieron perseguidas, encarceladas, en quienes aún hoy son criminalizados en más de setenta países.
No vamos a dejar que los titulares de estas agresiones nos hagan caer en el desánimo, pero tampoco nos callaremos cuando estos lamentables hechos sucedan. Los denunciaremos, exigiremos sanciones legales contundentes y buscaremos el modo de avergonzar a quienes tienen la culpa de que ocurran. A las bestias que los ejecutan y a los impresentables que los alientan: a quienes alimentan la homofobia desde ciertos púlpitos e iglesias, a los que no apoyan la educación igualdad en nuestras aulas o a quienes tanto disfrutan contando chistes de maricones y perpetuando el prejuicio social.
A cambio, seguiremos ejerciendo la visibilidad. El activismo cotidiano. No solo en un desfile anual cada 28 de junio, porque el orgullo tiene que ser una divisa diaria. El orgullo de no bajar jamás la cabeza, de no negarnos a dar la mano a aquel a quien amamos, de no apartarnos por miedo a que alguien pueda gritar un maricón o querer tirarnos al suelo entre puñetazos y patadas como sucedía este mismo sábado en mi propio barrio, en una calle que conozco muy bien de este cada vez más irreconocible Madrid.
Y seguiré también dando la tabarra cuanto haga falta. Escribiendo sobre estos temas. Abordándolos en textos como este o, desde la ficción, en mis obras de teatro. O en mis novelas. Hablando de ello en cada una de las charlas con adolescentes a las que me llevan esos libros. Y entonces adoptaré la voz de Nico, el adolescente que se rebela ante el bullying homofóbico en Los nombres del fuego. O de Marcos, el rebelde que no admite la cerrazón adulta en La edad de la ira. Y, en nueva historias, continuaré inventado personajes como ellos. Y situaciones como esas. Porque cada vez que alguien me dice que el activismo no es necesario solo puedo sentir tristeza ante tanta ignorancia. La cómoda ceguera de quien prefiere no ver que la igualdad, la de verdad, solo se conquista luchando. Siendo. Y viviendo.
Y vivir, como amar, es un verbo que solo se puede conjugar a plena luz.
Sin ningún miedo.