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Intento de escapada

Podía haber sido un simple juego metaliterario. Un artificio bien elaborado en el que la estructura -versión deconstruida y posmoderna del manuscrito encontrado o, más bien, encargado- se quedase en el envoltorio de una historia simplemente correcta.

O podía haber sido un ejercicio ensayístico de escaso aliento ficcional, con sesudas indagaciones en cuestiones artísticas  y personajes de trazo difuso y poco profundo.

O incluso podía haber sido un panfleto moralista en el que se juzgara desde una superioridad insufrible (y sí, hay muchos ejemplos de ese tipo de narrativa) la condición del hombre contemporáneo.

Pero Intento de escapada hace honor a su nombre y escapa -y cómo- de las tres trampas anteriores. Porque su estructura es esencial para entender su fondo -el cómo nace del qué y, a su vez, lo dota de significado; porque su alma ensayística -que la tiene- se sostiene sobre unos personajes que atrapan -cierto que algún secundario merecía mayor dibujo, pero el triángulo protagonista es espléndido- y una historia que intriga; y, sobre todo, porque no ofrece lecciones morales, sino amargas e incómodas preguntas que nos sitúan ante ese espejo stendhaliano que ha de ser la literatura y que muchos convierten en un pueril manual de autoayuda.

No sé, sin embargo, si debería recomendarles su lectura. Porque Miguel Ángel Hernández no ha construido un texto complaciente, así que, en este tiempo donde prima la puerilización del hecho literario, no obtendrán respuestas y, a cambio, se llevarán consigo interrogantes e incomodidades. Les costará posicionarse -la pregunta artística acaba siendo ética y viceversa- y serán capaces -como le sucede al narrador y protagonista- de alternar la desconfianza hacia el insigne Jacobo Montes con la comprensión o incluso con la fascinación. El truco final de la novela es tan prodigioso como el del propio artista, en tanto que se consigue un final tan cerrado como la caja que sostiene la intriga y, a la vez, insolentemente abierto: ausente cualquier posible juicio, se nos exige un posicionamiento (¿abrimos la caja?) que quizá, tras sumergirnos en estas páginas, no estemos tan seguros de querer afrontar.

Hacía tiempo que una novela no me desvelaba. Que no me provocaba insomnio (la devoré en apenas una noche y tuve que releerla al día siguiente). Que no me angustiaba. Que no me hacía sentirme retratado en sus aristas y en sus sombras. Por eso no sé si debería recomendar esta historia. Porque, como sucede con la verdadera literatura, no les va a ser fácil escapar de ella. Y eso, según para quién, puede ser muy angustioso…

 

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