Seguro que les ha pasado.
Seguro que, por ser hetero, en su trabajo han tenido miedo de decirlo y de hablar con naturalidad de sus parejas.
Seguro que, por ser hetero, han tenido que soportar cómo alguien se burlaba de su falta de pluma y de cómo hablan o de cómo se mueven y caminan.
Seguro que, por ser hetero, han sentido temor al pasar por ciertos lugares junto a ciertas personas que les han gritado algún insulto de esos que se usan para descalificar a todos los heteros.
Seguro que, por ser hetero, han sufrido acoso escolar. O han sido expulsados de un restaurante, o de una cafetería o incluso de un hotel por no ajustarse al criterio moral del local.
Seguro que, por ser hetero, han sido arrestados, denunciados, condenados o incluso condenados a muerte en uno de esos países donde la heterosexualidad sigue siendo delito.
Y seguro que, por ser hetero, han sido agredidos violentamente en la calle por gente que, simplemente, no puede respetar su forma de pensar ni de sentir.
Si no les ha pasado, sí puedo decirles que todo lo aquí descrito, a fecha de hoy, lo seguimos viviendo quienes nos definimos abiertamente como gays, lesbianas, bisexuales o transexuales. Quienes tenemos que enfrentarnos a situaciones como esta agresión sufrida por un pareja en almería, situaciones que -nos dicen- ya no suceden. Ya no pasan. Ya son minoritarias. Como si la cantidad tuviese algo que ver con la intensidad del miedo. De la vulnerabilidad. De la rabia que deja cada golpe recibido.
Por eso, antes de volver a esa sandez de “por qué hay un orgullo hetero” y sí “un orgullo gay”, reflexionemos un poco sobre el sentido de ese Orgullo -con mayúsculas- que tanto ha costado y tanto ha de costarnos aún defender.
Chapeau.