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“Dionisio Ridruejo”: Teatro político, poético y necesario

Nada hay tan sinuoso como el pasado. Seguramente porque creemos poseerlo y, por eso mismo, su reconstrucción se nos escapa y se convierte en relato fragmentario y siempre mentiroso de cuanto creímos que sucedió.

En estos tiempos confusos y, a ratos, mezquinos, en los que todo el mundo parece colgarse medallas ajenas y donde se confunde la memoria histórica con el olvido -interesado y parcial- de cuanto estorba a la conciencia colectiva, el texto  y la función de Dionisio Ridruejo. Una pasión española resultan no solo aconsejables sino, por encima de todo, necesarios.

Porque Ignacio Amestoy construye una obra donde realidad y sueño -verdad y pesadilla- se funden para narrar, desde la emoción de lo teatral y la veracidad del documento, el ocaso del alienante y psicótico sueño del fascismo. Una historia contada desde dentro: desde la voz y la miseria moral del bando de los vencedores y, más aún, desde dentro de las conciencias de quienes, aun siendo testigos y cómplices del horror, no se atrevieron a dejar dicho bando.

La megalomanía del discurso se yuxtapone a la atrocidad de los hechos: los símbolos del texto y la puesta en escena -magnífico trabajo de dirección de Pérez de la Fuente– ahondan en las múltiples lecturas de una obra que se sumerge, sin medias tintas, en las aguas más cenagosas de la no revolución, esa que nunca llegó a suceder, que pudo haber sido y que al final tuvo que contentarse con asistir pasivamente a la muerte del tirano sin que nadie se atreviera -parafraseando a Lope, tal y como hacen los personajes- a enmudecer las voces despóticas y asesinas del Comendador.

Los actores, espléndidos en sus papeles, componen con precisión sus personajes, todos ellos dotados de una dimensión -cuando menos- doble: la persona que son y la persona que creen ser. La España que hubieran querido ser. Y así nos encontramos con un soberbio Ernesto Arias, transformado en Dionisio y en su alter-ego cobarde, en quien -desencantado- se desvinculó de un proyecto que nada tenía que ver con sus ideas de juventud y en quien, ensombrecido por su huella, solo es capaz de rebelarse desde la locura, sumido en la inacción donde aún hoy nos ahogamos. La dualidad de su creación nos conduce por estados de lucidez y de locura con una precisión impecable, haciéndonos partícipes de su tormento interior y permitiéndonos asomarnos a todos y cada uno de sus vericuetos intelectuales y emocionales.

No es fácil darle la réplica a un personaje tan complejo como este e interpretado con tanto talento -y tanta inteligencia escénica- como la que derrocha Ernesto Arias, pero sus compañeros de reparto están a la altura y componen un fresco de personalidades en las que nos permiten atisbar no solo la evidente carga simbólica de sus figuras, sino el trasfondo emocional sobre el que han optado por construirlas. Así, nos encontramos con un espléndido Daniel Muriel -actor que no deja de crecer en sus personajes: tanto en su elección, no exenta de riesgos, como en su forma de desarrollarlos- o con un estupendo Paco Lahoz -que compone uno de los retratos más esperpénticamente aterradores del dictador que recuerdo en el teatro y el cine reciente. Ambos, representante uno (Muriel) de la España joven que quiere sublevarse y otro (Lahoz) de la España oscura que se niega a desaparecer a pesar de su evidente agonía, llenan con fuerza el escenario, sortean las dificultades de una dirección muy exigente (portentoso el trabajo físico y actoral de Muriel, por ejemplo) y aprovechan con astucia los puntos fuertes de su personajes, convirtiendo así el gimnasio que sostiene la escenografía en un espacio de verdadero entrenamiento y combate, donde los músculos de los tres protagonistas se ejercitan con la misma violencia con la que caen, sobre el público, sus palabras.

Amestoy no nos ahorra ni una sola coma en este onírico recorrido verbal -existencial- por la dureza de un pasado que resultaría más cómodo no ver. Y pone ante nuestros ojos -más aún, ante nuestros oídos- un ejemplo teatro discursivo, político y, a la vez, poético, que se aleja conscientemente de la pirotecnia visual para centrarse en el rito de la palabra. Palabras que caminan entre la cordura y la paraonia, entre la luz y la pesadilla, dibujando la conciencia de sus personajes y, con ella, la de todo un país.

Y es que esta obra no es solo un ejemplo de buen -muy buen- teatro sino, también, un camino para comprender el hoy desde el ayer. Para preguntarnos por qué seguimos encerrados en ese sanatorio, en ese gimnasio anacrónico, ensayando una revolución que, desde hace años, sigue sin suceder.

 

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