Podemos seguir como hasta ahora. Podemos mantener las excusas de que la visibilidad en el ámbito laboral es complicada. (¿Quién dijo que pelear por lo que merece la pena y es justo sería sencillo?) Podemos empezar con esa cantinela de que no tenemos por qué definirnos, de que nos acostamos con personas y no con géneros, de que no admitimos etiqueta, de que bla, bla, bla… Bien, podemos hacer todo eso o podemos asumir que hasta que no nos impongamos con toda la rotundidad posible, seguiremos en un falso equilibrio donde las leyes no pueden suplir las carencias sociales.
Tenemos la suerte de vivir en un país con una ley de matrimonio homosexual. Una ley que al actual gobierno le encantaría eliminar -¿hace falta recordar su vergonzoso recurso ante el Tribunal Constitucional?- y que nos da un marco jurídico en el que ampararnos, pero el marco vital -el del día a día- lo tenemos que construir nosotros.
Claro que ser visible da miedo (a todos nos han perjudicado por ello y, por eso mismo, hemos de seguir siéndolo: para denunciar cualquier forma de discriminación e impedir que se repita). Claro que nos hace vulnerables. Claro que nos vamos a topar con más de un ser aparentemente racional -y profundamente infrahumano- que nos espetará un maricón o un bollera sin venir a cuento. Y lo harán de forma cobarde. O subliminal. O directa, quién sabe. Desde el fascismo brutal que favorece la ignorancia y que países como Rusia -y no solo- ejercen sin siquiera sonrojarse.
Pero no hace falta mirar tan lejos. Ni fijar la mirada en la atleta que suelta tal o cual consiga. Qué va. Basta con escuchar a los homófobos representantes de la iglesia española. O a ciertos vergonzantes miembros del partido en el poder (ministros incluidos). Basta con pasearse por ciertos barrios de nuestras ciudades. Basta con abandonar la postura ombliguista y mirar más allá de Chueca, del Orgullo o del Circuit barcelonés para darnos cuenta de que no es todo tan sencillo, ni tan cool, ni tan abierto ni tan cosmpolita y tolerante como debería. O como, quienes transitamos sin miedo y de la mano de nuestros novios, ligues o lo que sea por Chueca, queremos creer que lo es.
Ahora todo depende de nosotros. De si creemos que es conveniente seguir refugiándonos en la excusa de que nuestra privacidad no interesa a nadie o si preferimos pronunciar sin miedo nuestra identidad o, cuando menos, el sexo de nuestra pareja. Porque me da igual que seamos homo, bi, hetero o pansexuales, lo importante es que somos lo que queremos ser, que tenemos el derecho a serlo y que mientras nuestra identidad no sea nítida y transparente en todos los ámbitos, seguiremos confinados en el gueto que con tanta eficacia preparan quienes querrían gasearnos.
Ahora, como decía Hannah Arendt a propósito del nazismo y el pueblo judío, podemos ser o no conscientes de las circunstancias y de cómo la discriminación se convierte, además, en argumento político. Podemos reaccionar o esperar que todo siga su curso y que acabemos volviendo a ser las ciudadanas y ciudadanos de segunda que a muchos les gustaría que fuésemos.
Está en nuestra mano.