Hace unas semanas, cuando salía -emocionado, no voy a negarlo- de esa pequeña joya que es Blue Valentine, me dio por pensar que a nadie se le había ocurrido anunciar esa película como “una historia de amor hetero que, sin embargo, puede ser entendida por cualquier pareja gay”.
El pensamiento, lo admito, parece un tanto peregrino, pero no lo es si se tiene en cuenta que es rara la crítica de Cuando fuimos dos, todavía en cartelera en Madrid en El Sol de York, donde no se hace hincapié en que mi texto aborda una temática universal a pesar de que la historia esté protagonizada por dos hombres. Idénticas alusiones a su universalidad encuentro en algunas de las estupendas críticas de Smiley, de Guillem Clúa, otro texto donde el amor y el sexo se cuenta a través de dos personajes masculinos y que triunfa, por méritos propios, en la cartelera barcelonesa.
Más allá de felicitarnos por la coincidencia en los escenarios de dos obras que visibilizan, naturalizan y muestran aspectos tan diversos y cotidianos de las parejas homosexuales -el inicio de una historia en Smiley y el final de otra en Cuando fuimos dos-, me gusta pensar que, quizá, en unos años, todos estos textos -que ahora parece que hubiera que justificar para quitarles la fastidiosa etiqueta de teatro gay– no necesitarán explicación alguna. No habrá que añadir esa incómoda coletilla de “una historia de amor entre hombres que, sin embargo, puede ser entendida por cualquiera”, como si ser hombre, o ser mujer, o ser gay, o ser hetero, o ser bi, nos marcara con un tipo de emociones diferentes y nos hiciera herméticos para entender y comprender las pasiones de los demás.
Por eso, porque no creo que Blue Valentine fuera un drama hetero (como no lo es Ana Karenina, o Romeo y Julieta, o la pasión entre Hamlet y Ofelia), tampoco creo que Smiley o Cuando fuimos dos formen parte de un inexistente teatro gay. Son solo teatro, actual, emocional, próximo y con dos hombres en escena, sí. Pero todos los demás adjetivos -bienintecionados o no- solo son intentos de encasillar algo que, como casi todo en la vida, no resulta encasillable. En mi caso, ni siquiera tengo claro si Cuando fuimos dos es una comedia o un drama, porque tiendo a creer lo primero cuando escucho las risas del público en ciertos momentos. Y lo segundo cuando me encuentro con más de una mirada borrosa y empañada al dar las luces de sala tras cada función.
Falta mucho para que la normalidad sea un hecho (basta pensar en manifestaciones como la aberrante congregación homófoba de hace solo unos días en París), pero me enorgullece formar parte de una generación de dramaturgos, actores y directores que, al menos aquí, estamos intentando poner todo de nuestra parte para que esa naturalidad sea un hecho. Y siento que, función tras función –Smiley y Cuando fuimos dos son, espero, solo el principio de una fuerte marejada-, está llegando a serlo.
Muy bien dicho. Me gustan tus reivindicaciones sobre valorar el arte por sí mismo, sin catalogarlo por la orientación sexual de los personajes. Todavía queda mucho por recorrer, pero con esta forma de verlo se va hacia adelante, o eso quiero creer.
Un abrazo.