Sí, sé que suena extraño. Pero somos autores, escribimos teatro y, para sorpresa de muchos, estamos vivos.
En una cartelera como la nuestra, cuesta creer que existamos, pero aunque seamos una peculiar minoría -no es momento de confesar nuestros vicios y rarezas que, obviamente, son innumerables- estamos mucho más cerca de lo que la programación de nuestras salas comerciales -e incluso públicas- nos hace suponer.
Cuesta encontrarnos entre traducciones de tal o cual éxito internacional o, más aún, entre las reposiciones de supuestos valores seguros que alejan al teatro de su función de espejo de nuestra sociedad, así que difícilmente obtendremos un retrato más o menos coherente -y no digamos ya una crítica- de nuestro tiempo a través de los espectáculos que invaden nuestros teatros. Una ausencia que nos aleja mucho de industrias culturales como la francesa, la británica o la estadounidense, donde se cuida mucho más a sus autores, se siente inquietud por oír sus voces y, además, esos autores tampoco tienen ningún tipo de pudor en buscar formas de expresar su presente, sin necesitar coartadas intelectualoides ni falsamente historicistas con las que engolar sus voces.
Por eso resulta tan valiente un ciclo como el que propone cada año la sala Liberarte. Un ciclo dedicado a dramaturgos vivos entre los que, en esta edición, tengo la suerte de encontrarme. Y mi suerte, en este caso, es por partida triple. En primer lugar, porque mi texto –Darwin dice, que se reestrena allí mañana tras haber sido muy bien acogido por el público en la sala Nudo- ha sido dirigido por un profesional al que admiro mucho –Simon Breden-, un director que ha sabido plasmar en esta comedia ácida un acto de rebeldía contra el poder -y, sobre todo, contra cierto tipo de poder-, tal y como yo pretendía. En segundo lugar porque Vaivén Teatro, la compañía que la pone en escena -que la interpreta, que la produce, que la defiende- es un jovencísimo grupo de gente llena de talento e ilusiones, gente que -en parte- son ex alumnos del instituto público en el que trabajo y que demuestran que esa enseñanza -pública- sí dejó su huella en sus ganas de apostar por la cultura y por el teatro. Quizá por ello está tan de moda estigmatizar -y satanizar- a quienes trabajamos en las aulas y en la cultura -sirvan de ejemplo los Goya-: somos demasiado inquietos y, peor aún, inculcamos nuestras inquietudes a quienes nos escuchan… Y, en tercer lugar, esa suerte tiene también otro nombre propio, el de Julián Quintanilla, autor y traductor que ha creado la primera agencia de dramaturgos españoles, QdeQuintanilla, a la que tengo el privilegio de pertenecer y que ha hecho todo lo posible para que Darwin dice sea una realidad.
Y así, en un insólito guiño del destino -que este 2013 ha decidido ser más que generoso conmigo-, desde mañana viernes tendré dos funciones en cartel a la vez. Dos representaciones tan diferentes como las de Darwin dice, en la sala Liberarte, y Cuando fuimos dos, en la sala El Sol de York. Y, además de esas dos funciones, el sábado estaré en otra ciudad que amo -y que me vio nacer: Barcelona- presentando a las 18h en la Casa del Libro de Rambla de Catalunya mi última novela, Las vidas que inventamos. Vidas que espero que compartan los espectadores de Darwin dice en Liberarte, y los de Cuando fuimos dos en El Sol de York, y los amigos que quieran acompañarme en la Casa del Libro. Porque si algo tengo claro es que este fin de semana me voy a sentir -como autor- más vivo que nunca.
Gracias a quienes hacen que esa vida -leyéndome, interpretándome, dirigiéndome, estrenándome y publicándome- sea cada día más real.