Hoy llega a las librerías de la mano de Espasa Las vidas que inventamos, mi última novela.
Y quizá por eso apenas he conseguido pegar ojo en los últimos días, porque se han apoderado de mí la ilusión y la inseguridad, inoculándome una sobredosis de insomnio que, espero, iré venciendo en las próximas semanas.
Ahora vienen las firmas y las presentaciones -en Madrid, en Barcelona, en Granada y en Valencia-, los comentarios de los amigos, las opiniones de los blogs, la espera de entrevistas, reseñas y críticas que quieran hablar de esta novela a pesar del continuo alud de novedades, la emoción cuando las palabras sobre el libro sean tan generosas como estas que publicaba ayer el novelista Juan Bolea y las dudas -eterno fantasma- cuando no lo sean.
Se hace extraño pensar que, desde hoy, las vidas que Gaby y Leo ya no son las mías. Que, en adelante, todo está en mano de los lectores, de quienes se asomen a su mundo para averiguar qué ocultan -y qué desean- tras cada una de las mentiras que nos relatan. Desde el lado del autor no queda mucho por hacer, solo confiar en que funcione el boca-oreja y la novela tenga una vida lo más digna y larga posible (algo que, en estos tiempos, es cada día más improbable).
No soy de natural triunfalista, pero tampoco quiero renunciar a disfrutar del momento, de la suerte de poder compartir mi mundo de ficción y de contar con lectores -gracias por vuestros mensajes, tuits y correos electrónicos de estos días- con ganas de entrar en ese universo. Por eso hoy, más allá de las dudas sobre el destino que habrá de correr esta novela, me siento profundamente afortunado. Ilusionado -mi lado infantil me domina con frecuencia- y, aunque cansado e insomne, muy feliz. Porque para quienes escribimos porque no concebimos otra forma de vida -ni de expresión- cada nuevo libro publicado equivale a ofrecer un pedazo -más o menos íntimo- de nosotros mismos. Un pedazo que, desde hoy, ya pueden encontrar en las librerías… Cuídenmelo.