Generamos ruido. Lo llamamos comunicación pero, en realidad, a menudo dista mucho de serlo. Provocamos mensajes. Creemos interpretar los ajenos. Y confundimos la emisión indiscriminada con el diálogo.
Nos expresamos con consignas en Twitter. Con estados en Facebook. Con imágenes en Instagram. Con mensajes icónicos e interminables cadenas en el Whatsapp (aplicación, por cierto, objeto de cansinas amenazas apocalípticas). Y a eso le sumamos que puede, por qué no, haber alguien más a nuestro lado mientras tecleamos. Alguien con quien hablamos -a ser posible, de nosotros mismos- a la vez que conversamos animadamente con nuestro propio móvil y actualizamos nuestro estado 2.0 con lo poco que sabemos del auténtico estado 1.0.
Creamos eventos. Firmamos en plataformas virtuales. Nos hemos convencido de que se puede cambiar el mundo desde la pantalla del ordenador y, de vez en cuando, bajamos a la calle para convertir la protesta cibernética en protesta de a pie. Queremos creer que la vida se puede compartir sin cercanía. Y hasta participamos en menús on line de amantes de usar y tirar en versiones varias–iPhone o Android, va en gustos- del cruising más tradicional.
Y yo, que soy parte de todo ese ruido –adicto a Twitter, usuario habitual de Facebook, bloguero hiperactivo…-, me pregunto hasta qué punto empleamos todos y cada uno de estos medios para acercarnos a los demás o, simplemente, para hacer sonar nuestra voz y convertirnos en gurús de nuestras ideas y en exhibicionistas de nuestras emociones.
En cierto modo, gracias a tantas opciones para comunicarnos, ahora la soledad resulta más rotunda y más seca que nunca. Porque estamos inmersos en un sonido continuo de voces y de palabras que, sin embargo, no siempre encuentran eco en nuestra realidad. Voces y palabras que prefieren el yo al tú y, más aún, al nosotros. Porque salvo cuando se trata de un imperativo –hagamos, firmemos, protestemos-, el plural rara vez se emplea en cada uno de esos mensajes. Predomina el estoy aquí, el hago esto, el pienso así o, en el caso de los alérgicos a la duda -peligrosa y dogmática especie-, el llevo razón.
No sé cómo acabará afectando todo esto al hecho literario –si es que no lo ha hecho ya-, pero no creo que sea posible la literatura sin el hábito –cada día más obsoleto- de la escucha: el autor que escucha la realidad para intentar plasmarla, el editor que escuha al autor para intentar sacar lo mejor de él, el lector que escucha al libro para darle su propio sentido… Claro que también podemos acabar jugando al libro interactivo y convirtiendo el texto en un parque temático de fotos, músicas e hipervínculos para que cada cual tenga la opción de escucharse a sí mismo sin necesidad de hacer el esfuerzo de tener que escuchar a nadie más. Y hasta de ilustrar con sus propias fotos -¿cuántas imágenes de gatos, pies y ñoños paisajes otoñales caben en Instagram?- lo que solo puede ilustrar, si permitimos que lo haga, nuestra imaginación.
Hmmm. Te he escuchado, pero no me convences. No vale resaltar una parte del proceso diferente en cada medio. Para escribirte, te he leído antes. Para escribir tus tuits, antes escuchas, lees, piensas… También decimos gilipolleces, como siempre hemos hecho. Y escuchamos muchas. En estos tiempos, muchas más de las que serían deseables, y a unos niveles que creíamos poblados de inteligencia y sagacidad… Seguimos a la escucha, Fernando, porque es nuestra conexión con la esperanza de que algo cambie. Solo es que ahora, a las necedades del establishment, hacemos oídos sordos en cuanto podemos.
Un abrazo, y si puedes, tómate una cervecita con olivas en una terraza. O pestañea. Ayuda a reenfocar cuando lo que vemos no es la mejor versión de lo que hay.
María (Nicolasa)
Tomo nota de tus palabras y del consejo de la cervecita, por supuesto. Pero no me refería tanto al medio, sino a una época donde predomina el mensaje rápido y, con excesiva frecuencia, superficial. Últimamente, asisto a muchos más monólogos -fuera o dentro de la pantalla- que auténticos diálogos, así que me temo que esa mejor versión no acabo de verla. Aunque, por eso mismo supongo que escribo -aquí y fuera de aquí-, la seguiré buscando. Gracias, una vez más, por ayudar a dibujarla
Dejando de lado todo el progreso que han supuesto las nuevas tecnologías, creo que esta era de la información nos está deshumanizando. Porque los seres humanos somos seres sociales, y son precisamente las habilidades sociales las que estamos perdiendo. Podría parecer una contradicción, pues con tanto Twitter, Facebook o Whatsapp parece que siempre nos estamos relacionando, pero no es así. Nos comunicamos, pero no nos relacionamos. Un mensaje en una pantalla no tiene tono, intención, y eso es muy importante a la hora de mantener un auténtico diálogo.
Por desgracia, hoy día se ha vuelto demasiado habitual que cuando quedas con amigos para cenar o unas cañas, alguno de ellos pase más tiempo mirando el whatsapp que atendiendo a la conversación. O esa moda que están empezando a adoptar los adolescentes, de hablarse vía Tuenti, pero no saludarse cuando se cruzan por la calle…
Me parecen geniales todos estos avances en las comunicaciones (yo misma los uso continuamente), pero me da pena ver cómo se pierden otras cosas.
Un beso,
Olga.