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El de los cacahuetes

Hay historias que estremecen. Relatos de personas cuyas vidas son un laberinto de azares y maldiciones al que la parca remata con un final que sólo ella es capaz de refrendar. Finales atroces para existencias atormentadas. Al tipo que hoy rescato en estas líneas que con tanta paciencia y generosidad me conceden todas las semanas los amigos de Culturamas lo conocí muchos años atrás. Tiempos de inocencia en los que las únicas preocupaciones tenían que ver con el alcohol, las chicas, interminables partidos de fútbol y charlas nocturnas, casi hasta el amanecer, donde lo divino y lo humano eran mera excusa con tal de alargar las horas del día.

Sabía de él poco más que de oídas. Los pueblos, es lo que tienen; todos conocen a todos y nadie conoce a nadie. Hasta que un día entró en el bar, pidió un café y se acodó en la barra sin más compañía que su sempiterna soledad. Gesto melancólico, sienes plateadas y con aspecto desaliñado, meneaba la cucharilla con parsimonia y la vista perdida. A escasos metros, la pandilla. Voces, risas y alguna que otra copa de licor o botellín de cerveza sobre la mesa. Allí estaba yo a aquella hora de la tarde de un mes de agosto en la que el sol, grave, invitaba a recogerse. Lo miré con curiosidad; el tipo era la curiosidad en sí. Cogió el periódico más cercano, lo ojeó con rapidez y lo dejó en el mismo lugar. Visto y no visto. De pronto, uno de la pandilla suelta una tontería. Algo de Jimmy Carter, ex presidente de los EE.UU. Una estupidez más entre otras muchas. La edad no daba para más. Y el tipo se gira hacia nosotros. Un resorte, algo, se activó en su interior. Un impulso que le apremió a acercarse a nosotros. Miradas recelosas lo recibieron. Fama de loco, personaje raro, vida extraña. Etcétera.

-El de los cacahuetes…

Su voz sonó suave, casi como una disculpa. Fue lo único que rompió el silencio que nos apremió al recibir su presencia. Alguno agachó la cabeza mientras otro hacía que veía la televisión cuando hasta ese momento bien poco le había importado.  Y yo, que recordaba cierta anécdota relacionada con aquel presidente de los EE.UU y su afición por los cacahuetes, asentí cauteloso.

-Ese, Carter…

Cinco minutos. No más duró su interrupción, todo lo que dio su vida hasta ese preciso instante. Viajes, estudios, decepciones y un agrio sentimiento de estar perdiendo su existencia a bocanadas allí, en aquel pueblo pequeño. Palabras que no encontraron más que su eco por respuesta. La palabra futuro parecía no existir en su vocabulario. Lo percibí en sus ojos antes de que se levantara, pagara el café y su juncosa figura desapareciera por la puerta del bar. Segundos después, como si nada hubiera ocurrido, regresaron las voces, risas  y chascarrillos a la pandilla.

Supe más de él en días siguientes. Tanto que entendí y hasta me solidaricé con su tragedia, que llevaba a cuestas con resignación. Sus anteriores peripecias en nada se parecían a las que ahora protagonizaba. Una vida que abandonó para, sin dar explicaciones, regresar a sus orígenes. Temas familiares, decían unos; está loco, sentenciaron los que lo miraban con cierta aprensión, cuando no desdén. Regresó al lugar de donde sale el que no tiene dónde caerse muerto fue lo más duro que escuché aquellos días.

Lo perdí la pista hasta que años después, por casualidad, alguien me informó de que había decidido abandonar su insípida existencia ayudado por una cuerda en un siquiátrico. En soledad. Sin ruido. Como aquella tarde que entró en el bar a tomar un café y recordó por un momento quién fue gracias a unos cacahuetes.

 

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