Crónica de una escritora en El Valle Encantado.
25 El lobo y el cordero comerán juntos,
el león comerá pasto, como el buey,
y la serpiente se alimentará de tierra.
En todo mi monte santo
no habrá quien haga ningún daño.
El Señor lo ha dicho. (Isaías 65:25)
Cuando era pequeña, me costaba mucho comer carne. No lograba tragarla. Imaginaba que tenía un trozo de cadáver en la boca y que, por más que lo masticaba, no se resignaba a descomponerse. Como a muchos niños, me gustaban los animales. Pero como a la mayoría de los niños, los adultos me hablaron de la ley de la naturaleza en que “el pez grande se come al chico”, de “cadena trófica” y de un mundo que “Dios” había creado así, para que el más fuerte tuviera derecho a comerse al más débil, la vida se alimentara de muerte, y el dolor fuera la esencia misma de la existencia. ¿Cómo amar a un Dios así? Estudié filosofía, dejé de comer carne y perdí “esa” fe: otras formas de transcendencia vinieron a colmar el vacío.
Hace unos días visité el Valle Encantado. He descubierto un nuevo mundo, que demuestra que muchos ideales no son tan imposibles como quieren hacernos creer.
El Valle Encantado está situado en la Sierra Oeste de Madrid. Se define a sí mismo como “una posada, un lugar de cobijo y sanación para animales”. Es la casa de Esperanza Álvarez, una veterinaria que emana compasión, sabiduría y pragmatismo, y de su compañero Andrés del Valle. Ambos se desviven por sacar adelante un proyecto difícil, tan ideal que parece utópico, y que sin embargo, gracias a sus esfuerzos y sacrificios y a la ayuda de voluntarios, está floreciendo.
Son animales rescatados de la explotación de la industria alimentaria. En general son cedidos porque no son rentables. Con respecto a los millones de animales diariamente sacrificados en los mataderos, su número es simbólico. Pero es un símbolo cargado de sentido. Además de proporcionar una segunda oportunidad a esos seres que ya estaban condenados, demuestra que otro mundo es posible. Un mundo sin explotación. Sin crueldad. El Valle está rodeado por inmensos cotos de caza y esto lo hace aún más simbólico si cabe: Un pequeño santuario de paz y amor rodeado por una jungla cruel. Dicen que a veces se oyen disparos, y que personas que se creen civilizadas, a menudo adineradas, se divierten truncando vidas, se sienten poderosas con la destrucción, disfrutan causando sin razón dolor a seres que están vivos, que sienten, que aman, que perdonan, y que quieren vivir.
La filosofía del Valle Encantado es que los animales tienen valor por si mismos y no en función de su utilidad al humano. La vida, incluso la más pequeña, merece respeto, pues la vida, toda vida, es un fin en sí mismo. Por coherencia, promueven el veganismo, es decir, una alimentación estrictamente vegetariana que excluye todo producto que provenga de la explotación animal. David Román, de la Unión Vegetariana Internacional Solovegetales.com, define el veganismo como la filosofía y práctica de la vida compasiva.
Era el primer domingo de primavera, un día fresco pero soleado, con el cielo muy azul y la sierra de ese verde claro característico, con los almendros y cerezos ya en flor. Lidia y Eugenio, una pareja de voluntarios encantadores, me condujeron al Valle, y además de ofrecerme transporte pusieron a mi disposición fotografías para este artículo.
Nos recibieron los anfitriones, Andrés y Esperanza, con los brazos abiertos, y un montón de perros de todos los tamaños se abalanzaron sobre nosotros para darnos la bienvenida con saltos eufóricos. Entre ellos circulaban, menos expansivos con los recién llegados, una decena de gatos. Ambas especies conviven en armonía. Perros, gatos, además de gallinas, conejos, cerdos, ovejas, burros, ocas… Sinceramente, yo lo creía imposible.
Dentro de la casa conocí a Beatriz Rivas, una voluntaria muy comprometida que comparte con los habitantes del Valle sus múltiples talentos y su gran formación en diversos ámbitos. Nos ofreció los más deliciosos bocados de su “cocina de la abuela vegana”, vi cómo impartía sesiones de Reiki a los animales que lo necesitaban. Y me contó historias del Valle y de sus habitantes…
En El Valle Encantado cada animal es un individuo, único e irrepetible. Cada uno tiene un nombre, un pasado en general tan duro y doloroso como puede llegar a ser la vida, una historia de superación, y un presente en que, aunque no sea fácil, vivir es gozoso. Cada uno es una “persona”, aunque no sea humana. Los animales rescatados encuentran en allí un hogar. Allí se recuperan de sus enfermedades crónicas y de las secuelas de la explotación, conviviendo con otras especies en un ecosistema natural diseñado especialmente para ellos. Reciben no solo comida, sino también terapias naturales y el cariño que nunca tuvieron. Debe de ser más que gratificante observar cómo se transforman de día en día, ganando fuerzas, confianza, alegría.
Su slogan, no en vano, es “Camino a la libertad“. Es una frase cargada de significado y simbolismo. Así nos lo cuenta la propia Esperanza Álvarez:
“Camino fue el primer animal que nos planteamos rescatar como “El Valle”, aunque no fue el primero en llegar. Él era un caballo que no valía para nada, y vino a demostrar precisamente eso, que los caballos no tienen que valer para nada, que tienen valor por sí mismos. Era cabezota y tontorrón, pero su espíritu era tan grande que aún lo llena todo. Otro significado, el principal, por supuesto, es la liberación que experimentan los animales al llegar aquí. Libertad especialmente para los paralíticos o mutilados, que pueden volver a caminar. Pero también queremos que sea un “Camino a la libertad” para el humano, por eso estamos aprendiendo permacultura, como camino hacia la mayor autosuficiencia posible, hacia la independencia de este sistema capitalista que le pone precio a las vidas, a los seres, a nuestro tiempo de descanso y de trabajo, a cosas que no deberían valorarse con dinero. Y, ¿por qué no? “Camino a la libertad de espíritu“, El Valle puede ser un lugar para la reflexión, la meditación, para tomarnos la vida de otra forma, para encontrar nuestra alma y hablar de tú a tú con el alma del resto de animales. Los animales son un tremendo ejemplo a seguir.”
En El Valle, la vida, por pequeña que sea, merece respeto y tiene derecho a subsistir y cada individuo, sea cual sea su especie, puede llevar una existencia feliz. Y allí se ve, se palpa esa felicidad. Brillando en esa mirada tan simple o tan sabia, tan agradecida, tan plena del gozo de la existencia.
Hay una forma de mirar que sólo tienen los niños. Una mirada transparente, vulnerable, llena de vida, de curiosidad, sin prejuicios ni crítica, conmovedoramente pura, desbordante de eso que llaman “inocencia”. He conocido a algunos sabios con esa mirada. Pero la mayoría de las personas la perdemos al crecer. Empezamos a vivir en los laberintos de nuestra mente, en el torbellino de pensamientos, ya no estamos plenamente aquí y ahora, ya no percibimos el mundo con la misma intensidad. La realidad nos llega filtrada, como atenuada, ya interpretada y juzgada, sin el vigor inicial, sin la viveza de sensaciones, mustia. La mirada ya no tiene esa chispa llena de vida de la infancia. Los ojos ya no se abren como si quisieran abrazar el universo entero con el alma. La mirada ya no refleja la magia de la vida: estamos ausentes, perdidos en nuestro mundo mental. El alma se esconde, y el vidrio turbio e insensible de muchos ojos humanos proclama ese vacío inanimado, muerto. Curiosamente, cuando la mirada deja de ser pura y vulnerable, cuando se pierde la inocencia, se pierde también la esperanza. Disminuye la empatía. Olvidamos la compasión.
Vivir es gozoso. No quiero decir que la vida sea fácil, ni que sea “bella”. Es atrozmente dura, injusta, malvada. La naturaleza es cruel. La sociedad humana, también. Creo que la vida es un espectáculo espeluznante de sufrimiento y dolor; creo que la mayoría de las personas lo soportan solo porque deciden voluntariamente cegarse, simplemente porque no es soportable la consciencia de tanto dolor: por ello se empañan las miradas.
Pero también creo que la vida en sí, el estar vivo, conlleva un gozo independiente del dolor. No me refiero sólo a los mal denominados “placeres de la vida”, sino a algo mucho más básico y esencial. Para los budistas, el dolor es inevitable pero el sufrimiento es optativo: pues lo consideran un estado mental, que con presencia, estando plenamente conscientes del momento, se diluye. Algo a menudo tan automático como respirar es en sí gozoso, todos los que han practicado formas de meditación, mindfulness, pranayama o respiración consciente, lo saben. Más allá del instinto innato de conservación, todo ser vivo goza de la vida: los más pequeños, los más grandes, más y menos complejos o evolucionados, hasta cada célula viva parece palpitar y estremecerse como si intuyera la plenitud. Sólo los humanos lo olvidamos a menudo.
Los humanos desearían un elixir de la eterna juventud que detuviese los estragos del tiempo en su cuerpo. Pero los animales viven en el presente eterno de la infancia y su mirada cristalina no tiene edad, siempre tan vieja y tan joven como lo es la tierra con cada nuevo amanecer. Por eso me conmueven tanto los animales. Tienen algo que a menudo nos falta. Saborean la vida con otra intensidad, con una contagiosa alegría. Veo en su mirada la misma inocencia virgen que tienen los niños, el mismo gozo de estar vivo que solemos olvidar y al que acceden sólo unos pocos ancianos, ciertos sabios, y aquellos a los que llaman “santos”. Me conmueve la mirada transparente del perro o del caballo, plenamente presente, aquí y ahora, palpitante de vida, capaz de entregar el alma.
Precisamente, mi visita coincidió con la de un grupo de discapacitados. Varios tenían el síndrome de Down. Les enseñaron el santuario: Los árboles frutales, los cerezos ya en flor, los olivos, las encinas, la piscina donde se bañan las ocas, el manantial que ofrece agua de la tierra, las lombrices que fabrican humus, la forma de reciclar las aguas de fregar, los renacuajos que se convierten en sapos, el conejito enfermo, las distintas clases de gallinas, que acudían corriendo cuando las llamaban. Les contaron que las ovejas sonríen como las personas, que eligen a una “mejor amiga” de la que no se separan: como las niñas en el colegio… Contaron que las ocas son monógamas para siempre. Les deleitaron la historia de Dani, el célebre burrito sin pata que ahora camina feliz con una prótesis, o la historia de Gorki, el perrito chihuahua a quien su amo abandonó en una gasolinera y, para evitar que le siguiera, le tiró piedras hasta que una le sacó un ojo: sigue tuerto, pero desbordante de vitalidad y amor.
Los jóvenes acariciaron a los perros y hundieron las manos en la lana de las ovejas, chillaron de placer con los burritos y, cuando después del paseo al sol entraron en la casa y se sentaron en los sofás de la sala de estar, los perros brincaros a su regazo, algunos inmensos, otros diminutos, y los chicos los miraban con esos ojos que tanto me conmueven, llenos de pureza y de alegría de vivir, y los animales los colmaban de cariño.
No todos los discapacitados eran niños: si tenemos en cuenta la biología del cuerpo, algunos estaban más cerca de la tercera edad. Pero todos tenían mirada de niños. Todos tenían esa pureza que se reflejaba si prejuicios en los ojos claros del burrito Dani o de Aitor el cordero. Es una de las observaciones que más me conmovió: comunicaban, se reían, jugueteaban… Y niños humanos y animales de todas las especies tenían la misma forma inocente de mirar y de vivir en el eterno presente de la infancia.
En El Valle Encantado vi el mundo que hubiera deseado de niña. Un mundo sin crueldad, en que las diferentes especies conviven en paz. ¿Qué sería el Jardín del Edén? Yo lo imagino exactamente así. El paraíso perdido o el idilio anunciado, que parece tan imposible que lo sitúan en un remoto final de los tiempos, “cuando el cordero more con el león”. Pero no es imposible. Yo lo he visto: el Valle Encantado lo está logrando.
Lo estamos logrando todos juntos, todos los que deseamos que sea posible. Todos los que mantienen la pureza en la mirada o añoran la que perdieron, todos los que saben que en un metafórico “Reino de los Cielos” sólo pueden entrar los que tienen alma de niño.
Es posible visitar la página de Facebook del Valle Encantado y colaborar de muchas maneras. ¡Esperanza y Andrés os recibirán con los brazos abiertos!
https://www.facebook.com/posadanimal.vallencantado?fref=ts