Entiende que la vida es una continua despedida y que mal haremos si tardamos en asumir que nada permanece.
Nacemos sabiendo que esto es finito. Nadie nos engaña. El final es incierto, desconocido, pero tarde o temprano todos acabaremos con nuestros huesos hechos polvo.
Entre medias, un continuo desfile de despedidas, todas diferentes, pero todas dolorosas.
Cuanto antes aprendamos a asumir el adiós, más disgustos nos ahorraremos, aunque si he de ser sincero, creo que por más veces que lo digamos, nunca haremos callo.
Recuerda tu primer adiós. Quizás, con suerte, aquella mascota que te acompañó durante la infancia.
Luego llegarían los primeros amores, esos que sentías que iban a ser eternos, pero no.
Y aquella cafetería, en la que cada tarde arreglabas el mundo con tus compañeros universitarios y que la crisis se llevó por delante.
O aquel teatro en el que lloraste de emoción al descubrir tu vocación por las tablas y hoy es un pub de ritmos latinos.
También tuviste que decir adiós prematuramente a tus abuelos, que se marcharon a “descansar” tras una vida más que dura y a los que a vista de tiempo, te quedaron muchas cosas por decirles.
Prepárate para despedirte de tus padres, esos a los que ves envejecer inexorablemente y te hacen entender, que si bien cuando te miras en el espejo sigues viendo a aquel crio de 17 años, ya no cumples los 30 y tienes que empezar a tomarte en serio eso de dejar algún tipo de descendencia en este mundo.
La vida se abre camino cruelmente y nosotros, simples mortales, no tenemos más opción que ir diciendo adiós a cada paso.