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Reflexionad antes de innovar

Cuando alguien decide experimentar, yo, personalmente, me echo a temblar. Y ojo, que cada uno es libre de hacer lo que le venga en gana. Lo malo es cuando el “invento” crea estilo, se pone de moda y nos lo tenemos que tragar mañana tarde y noche.

Pongamos un ejemplo: va un nota y se pone a jugar con comida. Tras diversos experimentos, el menda saca un plato al que llama “Atún macerado en salsa de boletus y liofilizado en alcohol de romero a las finas hierbas de invernadero de Sajonia”. Lo mismo marca tendencia y se pone de moda en restaurantes no solo su plato, sino otros de similares características que se sirven en un plato gigantesco con el invento en forma de cagarruta en todo el centro al módico precio de cien euros. Como el restaurante tenga la suerte de que se llena de esnobs que van comentando las exquisiteces del sitio, ya tenemos la movida servida: un día vas tú, que posiblemente seas más simple que el asa de un cubo, no te das cuenta y te cuelas en uno de estos restaurantes, y claro, flipas. Flipas porque acostumbrado a tus patatas con conejo, a tu atún a la plancha, a tus chuletillas y a tu cocido, lo primero que se te viene a la cabeza es que te quedas con hambre. Y lo segundo, que te han robado la cartera.

Pasa lo mismo en cualquier otro ámbito de la vida. Por ejemplo en la ropa, cuando descubres que los gayumbos que has usado toda la vida han dejado de fabricarse porque han diseñado otros que son de licra tipo bermudas y que además ¿favorecen? La circulación. O cuando le cambian la forma a los pantalones vaqueros de toda la vida porque ahora lo que se lleva es “la pata de elefante” y además quitan los botones de la bragueta porque ahora se llevan los corchetes. O cuando alguien decide que las chanclas ya no se llevan y quitan el elástico de los bañadores porque ahora se lleva el botón y un poco de pinzas.

Pasa en música cuando alguien decide que el rock, el blues o el pop ya no está de moda. Y te encuentras a un nota por la radio gritando aquello de “¡bulería, bulería…!”. Y cuando más flipas es cuando te das cuenta de que el nota llena estadios con gente enfervorecida tarareando sus canciones. O cuando ves grupos británicos de adolescentes prefabricados que vienen a España y masas sofocadas de féminas púberes se tiran tres días en una cola acompañadas por sus progenitores, preocupados de que a la niña no le pase nada cuando lo que realmente deberían hacer es preocuparse de no freír las neuronas a la niña.

Pasa en literatura cuando cualquier menda que decide que él también puede ser escritor se salta todos los esquemas clásicos y empieza a desparramar su fina prosa por folios que, probablemente, algún editor innovador colocará en las primeras filas de los estantes de las librerías de moda. Con la escritura pasa mucho últimamente. Gente que cree que por haber estudiado filología o periodismo, o simplemente porque cae en la cuenta de que redacta muy bien las notas del supermercado, pueden ser best sellers en cuatro días y hacerse millonarios.

Como si cualquier estudiante de bellas artes pudiera ser pintor y escultor. Porque sí, en el arte también pasa.

Por eso, como decía al principio, cuando oigo habla de innovar me echo a temblar. Hay excepciones, claro, como en todo.

Pero por favor, a todos los emprededores (palabra tan patéticamente de moda), yo os pido encarecidamente, que antes de innovar lo penséis solo unos minutos y dejéis de darme el jodido coñazo.

No somos na…

 

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