No se elige una patria, es la patria la que te elige a ti. No existen los apátridas, por muy romántico que pueda parecer el concepto. Siempre hay una patria que elige hasta la última víctima propiciatoria. Mi patria es la barra de un bar de un barrio alejado, oscuro y triste, donde las farolas apenas iluminan unas calles desangeladas. En cada una de sus esquinas habitan fantasmas que hacen que el ambiente gélido te hiele hasta el último resquicio de tu alma. Allí, la brisa traslada fotogramas de otra época, instantes congelados que muestran imágenes de miseria y de dolor, retazos de amantes muertos antes de consolidar su amor, que se evaporó por la presión de un émbolo de una jeringuilla de un solo uso que sin embargo falleció de vieja.
Una vez me exilié y quise entrar a formar parte de algo que no me correspondía. Finalmente, como todos los exiliados, volví a la patria. Reconocí a viejos amigos que no tardaron en irse. Otros, ya no estaban. Mi patria había cambiado, pero en esencia seguía siendo lo mismo. Una barra habitada por falsos borrachos que son caricaturas de sí mismos. Por mucho que digan, ser un borracho no es fácil. Hay que tener mucho aguante y mucho saber estar, y aguantar el deterioro físico con una dignidad bukoskiana mínima. La mayoría bebe para olvidar, y de hecho, hasta olvidan el camino para regresar a sus casas. Olvidan hasta quiénes son, si es que alguna vez fueron algo más que un guiñapo tirado en una maloliente acera en la calle de la Tristeza. Si no eres elegante, olvida lo de pasar el resto de tu vida junto a una botella. Es mejor dedicarse a otra cosa.
Apuro la última copa mientras mi mirada se dirige hacia la ventana. Enmarca una calle gris cuyo asfalto, cuyas aceras, han visto muchas historias grises que nunca serán mencionadas en ningún libro. Historias impregnadas del soplo de una miseria muchas veces exhibida por calles que rezuman finales prematuros. La dama del rostro oculto, la de sonrisa escalofriante, paseó demasiadas veces coqueteando con la juventud de chavales que se dejaron seducir por unos encantos artificiales. Querían vivir deprisa, y la muerte los tomó deprisa, quedándose con su inocencia y dejando cuerpos mustios y descoloridos.
Un falso borracho está molestando a todo el mundo. No es de aquí, pero como si ya lo fuera. Seguramente vino en patera, y el barrio es un buen sitio para aparcarlas. Finalmente, le cojo de los brazos y le echo del garito. Se mete las manos en los bolsillos y le veo alejarse calle abajo. Probablemente se dirigirá a su casa, si es que la tiene. Y no es que yo sea violento o desconsiderado. Estoy dispuesto a explicarle cómo ser un borracho, un verdadero borracho, si me lo pregunta. Pero claro, para preguntar, hay que tener claro que ignoras algo. Y no hay muchos dispuestos a admitir que son ignorantes.
No, ser borracho no es fácil. Es una de las cosas más difíciles del mundo, a pesar de lo que cree la gente. La gente cree muchas cosas. La gente presume de muchas cosas. En mi barrio apenas hay gente, y los pocos que quedan con un ápice de sensatez, tamizan su cordura apoyados en la barra de un bar, la cual, es patria para un porcentaje ínfimo de los que conservan el sentido común. Los otros, el resto de la gente, siguen alimentando su ego hasta convertirlo en un gigante con pies de barro que cae de bruces a las primeras de cambio.
La gente es egoísta, lleva la vanidad por bandera y desprecia a todos los borrachos, a los falsos y a los verdaderos. Lo que la gente no sabe es que no somos na…