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Mariano rajó

Y Mariano rajó (fin de la cita) y, como era de prever, tampoco nos sacó de pobres. La culpa es nuestra, por emocionarnos. Asistimos a las comparecencias del presidente pensando que nos encontraremos a una rutilante estrella que dosifica las intervenciones para no desperdiciar con naderías sus infrecuentes estados de gracia y no tenemos en cuenta que la experiencia nos dicta que sus discursos en sede parlamentaria son más bien como esas etapas del Tour que discurren en llano y a las que uno asiste desde el sillón sin otro propósito que el de buscar un runrún propicio a los arrullos de la siesta. Poco importa que, entre vacuidad y vacuidad, haya deslizado cosas verdaderamente escalofriantes, como que el pago de sobresueldos es algo habitual y hasta bien visto o que un partido político que actualmente gobierna todo un país haya podido estar equivocándose a lo largo de veinte años sin que nadie exija cuentas a otro que no sea el maestro armero. Mañana él, usted y yo nos iremos de vacaciones y todo lo de hoy no habrá sido más que una mínima aportación a este vertedero de excrementos de gaviota en el que llevamos inmersos  casi un lustro.

Uno escucha ya a Mariano como escucha los sermones de la abuela, la salmodia del profe de Religión o la perorata de ese amigo coñazo que sólo nos llama cada vez que le deja su novia. Sin fe, sin esperanza, sin convicción, sin alicientes. Por mucho que sus acólitos tiren desde el escaño de aplauso fácil para subrayar lo que los tertulianos afines nos querrán vender como la enésima demostración de unas encomiables dotes oratorias, la única certeza es que no hay nada detrás del trampantojo, que no hay arrepentimiento ni habrá reconvención y que aquí no pasa nada porque, total, ya vale todo. Lo demás son meras voluptuosidades, devaneos alrededor de la más absoluta nada y un infantil toma y daca -no sé quién le habrá escrito el discurso, pero debería ser pecado pasar el rato citando a Rubalcaba, habiendo tanto que citar- que ni siquiera tuvo el detalle de enriquecer la cosa con un par de chistes que aliviaran el ánimo de sus señorías y, de paso, ofrecieran solaz a sus oyentes. Lo mejor de todo esto es el garbo con que Mariano se empecina en demostrar, día tras día, que todos podemos llegar a ser presidentes del gobierno si conseguimos reunir las dosis suficientes de paciencia, pusilanimidad y cara dura. Quedó bien claro cuando soltó, como quien no quiere la cosa, que uno de sus fallos había sido el de “dar crédito” al ínclito Luis Bárcenas. Bien traído, presidente. Lo que pasa es que aquí, a estas alturas, los que no damos crédito somos nosotros.

 

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