Como todos los españoles, yo también pasé unos días de veraneo en Benidorm. Como toda la gente sensata, aún recuerdo con horror aquellas vacaciones en un lugar que aglutina en torno a sus desgraciadas calles a lo más granado del cutrerío hispano. Cuando ves florecer a tu alrededor los más paradigmáticos ejemplares de la decadencia humana, y tienes una edad a la que resulta imposible utilizar el alcohol como bálsamo narcótico sin infringir la ley, no puedes evitar preguntarte qué hemos hecho mal para haber convertido tamaño engendro urbanístico y moral en el ampuloso non plus ultra de la exaltación mediterránea. Cuando observas esa fachada marítima que es en realidad un decorado de cartón piedra tras el que se esconden barrios anodinos, chiringuitos esperpénticos y macrodiscotecas chungas pobladas de gigolós hiperhormonados y gogós que menean sus cuerpos con el ánimo de unas vírgenes suicidas, te percatas de que en Benidorm sólo podrías ser feliz si fueses un ex-concursante de Gran Hermano echado a perder por el caballo al que algún avispado manager ha convencido de que siempre hay una segunda oportunidad en este remedo hortera de Las Vegas. Cuando, en tu primera noche allí, descubres a María Jesús, la del acordeón, interpretando en una sórdida sala sus Pajaritos para treinta o cuarenta ancianos que jalean y dan palmas con la indolencia de quienes saben que ya lo han hecho todo en una vida que, por otro lado, tampoco tiene nada que ofrecerles, entiendes que Benidorm es algo así como un purgatorio cañí, una prueba de fuego desde la que sólo se puede ascender al paraíso o caer en los más abyectos infiernos de la descomposición moral e intelectual. Un campo de batalla para la propia condición humana, obligada a enfrentarse a su propia esencia entre raciones de paella, ofertas de dos por uno en sangría y extemporáneos templos erigidos a mayor gloria de la siempre concurrida religión del chunda chunda.
Benidorm no es un simple destino vacacional. Es, más bien, un estado del alma. O, mejor aún, un no-lugar donde poner a prueba las convicciones y la paciencia como método infalible para posicionarse en el mundo. Si, tras padecer las aglomeraciones playeras y aspirar el aroma de las sudoraciones de los cientos de animales que buscan cobijo en el bar que ese verano se encuentre bendecido por la moda, uno se incorpora al grupo de sus amantes incondicionales, sabrá que en esta vida no podrá aspirar a otra cosa que no sea envejecer indignamente mientras observa desde la barandilla de Levante los turgentes cuerpos de las jovencitas que, en bikini, se dejan bautizar por el sol. Si, por el contrario, se adhiere al grupo de quienes lo detestan hasta la muerte, sólo cabe dejar que pasen los días, armarse de cachaza o de valor y limitarse a pasear al atardecer por las callejuelas del casco histórico para observar desde el mirador que corona la plaza de la iglesia las dos fachadas de esa ciudad inhóspita y truculenta en la que el destino le ha depositado por error y a la que sabe que, afortunadamente, no tendrá que regresar jamás.