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El futbolero en verano

Creo que el último fichaje veraniego que consiguió ilusionarme fue el de Julio Salinas por el Sporting. Entonces yo era joven e ingenuo, las vacaciones constituían un periodo demasiado largo para un adolescente en plena eclosión hormonal y en mi pueblo nunca pasaba nada, o al menos no lo suficiente como para encontrar incentivos que trascendieran la portada del Marca. En aquella época, lo recuerdo bien, España no tenía que jugar insulsos trofeos confederativos, o como se llamen, y la Liga, cuando se paraba, se paraba de verdad y abría un largo paréntesis en el que no quedaba otra que compensar el mono con toda aquella rumorología mercantil que entremezclaba nombres que no habíamos oído jamás con el apodo de alguna que otra vaca sagrada que ya estaba más de vuelta que de ida para engendrar un discurso  despendoladamente babélico en el que se hacía imposible entender nada y cuyos ecos, y eso era lo que mejor daba la medida de su vacuidad, ya se habían desvanecido por completo cuando arrancaba el partido con el que se daba inicio a la temporada que tanto anhelábamos estrenar.

El futbolero en verano es un ser condenado a insatisfacer su síndrome de abstinencia con inanes culebrillas que entretienen las veladas de los periodistas deportivos y echan leña a un fuego que no acaba de prender nunca. La mercadería estival es un recurso que se agota en sí mismo, que no da ni para para empezar el borrador de las quinielas y que, además, desmonta mitos con la misma facilidad con la que Florentino Pérez recalifica ciudades deportivas para levantar rascacielos. Hemos asistido a vaticinios de los más avezados cronistas que, basándose en los resultados de la pretemporada, otorgaban prematuramente el puesto de club revelación a tal o cual equipo que invariablemente naufragaba en cuanto el balón corría de verdad sobre el césped y sus futbolistas descubrían, como hiciera en su día Gil de Biedma, que la vida iba en serio; hemos comprobado cómo nada era infalible, ni siquiera el criterio de Cruyff, y jugadores que llegaban envueltos en un aromático halo de santidad acababan irremediablemente abocados a las simas del olvido en el momento en que se les exigía una mínima aproximación a las expectativas que sus excelsos cantores habían generado en torno a ellos; hemos padecido insulsos torneos sin brillo ni literatura cuyas eliminatorias nos tragábamos sólo por la curiosidad de ver qué tal iba aquel delantero austrohúngaro recién incorporado desde la liga chipriota o cómo se adaptaba ese aguerrido central magrebí que había despuntado en Osasuna a la disciplina impuesta en su nueva escuadra; hemos tratado de sustituir, en fin, el tedio veraniego por otro tedio que era aún mayor pero en el que hallamos el espejismo de una respuesta a nuestras preguntas menos acuciantes, y nos dejamos engañar por el fulgor opaco de esa bola de cristal cuajada de lamparones en la que, más que anticiparnos al futuro, nos reconocíamos en la inanición de canículas pasadas.

Pero el futbolero en verano es un ser inasequible al desaliento, y persiste en su vocación sin percatarse de que la verdadera emoción de nuestro tiempo está en esa histriónica ruleta rusa que ha comenzado a dirigir las andaduras de los vetustos clubes reconvertidos en sociedades anónimas deportivas o en los disparos a quemarropa que van del palco a los banquillos y dejan la grada perdida de ese inconfundible olor a pólvora que el sagaz aficionado aún acierta a percibir cuando ocupa su localidad en la jornada inaugural. Para el futbolero profesional, el verano es un trámite ineludible y, en el fondo, fastidioso, pero también la última gran oportunidad de consolarse con su propia fantasía antes de que la terca realidad le venga a joder los planes. Los demás, preferimos la playa o la montaña, al menos hasta que llegue el día en que El Mundo saque en su primera plana los SMS que, en el último año, se han cruzado Sandro Rosell y Pep Guardiola. Eso sí que iba a ser una verdadera bomba, y no la de aquel mes de julio en el que al inefable Salinas le dio por venirse al Sporting.

 

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