Desde que lo descubrí, a finales de los noventa, he sido un ferviente admirador del cine de Gonzalo Suárez. Cierto es que su trayectoria, vista en conjunto, presenta trazas irregulares, pero tanto en sus películas menos memorables (El portero, Oviedo Express) como en sus largometrajes más logrados (Aoom, Epílogo, El detective y la muerte, por poner sólo tres ejemplos) he encontrado esa mirada que distingue al artista del artesano y hace que una obra de arte sea precisamente eso y no un artículo manufacturado para su estricto consumo.

Anoche, después de mucho tiempo, volví a ver Remando al viento, la película con la que su autor obtuvo una modesta celebridad internacional y cuyo argumento pivota alrededor de la noche en la que Mary Shelley, a propuesta de Lord Byron, engendró el mito de Frankenstein, y volví a encontrar en ella la fuerza de esa mirada que entiende la realidad como una cara oculta de la ficción y enfrenta al ser humano con los miedos y contradicciones que emanan de su propia esencia. No hay un solo rasgo de efectismo en el metraje, pero sí planos bellísimos y un guión bien trabado que conduce al espectador, mientras navega por unas aguas tan mansas como turbias, hacia ese estremecimiento final que sólo nos es dado sentir cuando se ilumina esa zona de sombra en la que advertimos que reposa una parte fundamental de nosotros mismos.