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… Y la casa, encendida

Dicen que Luis Rosales era un hombre melancólico, que estaba aquejado de una nostalgia eterna que probablemente hundiría sus raíces en aquella amarga noche de 1936 en la que no pudo alejar a su mejor amigo de las fauces de la bestia y vio cómo algunos le acusaban de no haber hecho todo lo posible para salvar la vida y los versos del poeta del cante jondo y las auroras neoyorquinas. Durante el resto de su vida -y fue larga, y fructífera- aquella muerte injusta, desproporcionada y tan maldita, castizamente española, pesó sobre su espalda como una losa, y hay quien lo recuerda paseando por las calles de Madrid como un Sísifo condenado a cargar siempre con un lastre del que él, manchado por una culpa que no le correspondía, jamás pudo desprenderse del todo.

Han pasado muchos años, y en este soleado mes de julio en el que la gran ciudad parece más manejable que nunca y un sol chispeante y juguetón se derrama por las fachadas del barrio de Argüelles, el poeta Fernando Beltrán y yo no tenemos ni tiempo ni ganas de pensar en disparos o rencillas, por más que a muy pocos metros aún sobreviva algún búnker del frente de la Ciudad Universitaria y en nuestro itinerario se vayan cruzando el inmueble en el que Rafael Alberti y María Teresa León vivieron los esplendores de la II República o la nerudiana Casa de las Flores en la que el chileno que escribía canciones desesperadas y versos capitanescos pasó -según su propia confesión de vida y obra- algunos de sus tiempos más felices. Como por casualidad, desembocamos en la esquina de Princesa con Altamirano y Fernando -que en privado es un estupendo tusitala, como bien sabemos (y le agradecemos) sus amigos- me cuenta que hace muchos años, a finales de la década de los cuarenta del siglo pasado, a una hora aún temprana de la madrugada, Luis Rosales llegó al punto en el que nos encontramos después de una velada que no había resultado todo lo bien que él esperaba.
-El hombre iba cansado, desencantado, confuso -me contaba descendiendo por Altamirano hacia el Parque del Oeste-, y mientras caminaba por esta acera alzó la vista y vio encendida una de las ventanas de su casa. De aquella casa.

Me señala un inmueble venerable, pero discreto, cuya entrada custodian dos árboles que a estas alturas del año lucen una vegetación frondosa y amigable. “Vi iluminadas, obradoras, radiantes, estelares, / las ventanas, / -sí, todas las ventanas-. / Gracias, Señor, la casa está encendida”, recito de memoria mientras mi amigo sonríe y me señala una placa que recuerda que, en efecto, fue allí donde el poeta granadino escribió uno de los textos más gloriosos -y no muy recordado- de nuestra literatura de posguerra. En el portal hay varios carteles de inmobiliarias. ¿Estará en venta la casa encendida?, nos preguntamos Fernando y yo quietos ante el edificio.  El viento mueve suavemente las hojas de los árboles y lo que en un principio no iba a ser más que un día de paso en Madrid acaba convirtiéndose en el inesperado sueño de una sobremesa veraniega que ya empieza a buscar un hueco en el desamparado rincón donde conviven, cada vez más hacinados, los recuerdos.

 

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