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El señor del paro

No pasa nada por tener una foto comprometida en los archivos personales. Quien más quien menos, todos poseemos un pasado que en algún momento decidimos inmortalizar y del que ahora no tenemos razón para sentirnos orgullosos. Lo que pasa es que no es lo mismo dejar huella de una trastada que en su momento fue más o menos graciosa, yque  tuvo su puntual explicación en algún tipo de enajenación mental transitoria, que obrar como si realmente el mañana no existiera y no hubiese que rendir cuentas por aquello que uno hizo o dijo alegremente, aun a sabiendas de que su osadía podría perseguirle hasta el final de sus días. Se pueden perdonar los fallos, los juicios apresurados o los errores de cálculo. Pero no hay que pasar nunca por alto la desfachatez.

La famosa fotografía que Rajoy se dejó hacer ante esa larga cola de españolitos que aguardaban turno para adentrarse en una lúgubre oficina del INEM, y el ampuloso titular que la subrayaba en la primera página de El Mundo hace ya un par de años, ha pasado de constituir una metáfora presuntamente triunfal a erigirse en un burdo recordatorio de cómo el cinismo no sólo no conoce fronteras, sino que suele encontrar pábulo y fieles en los reductos más insospechados. Uno observa la imagen, repara en esa cara de “no sé qué hago aquí” que pone el honorable presidente y se pregunta si seguirá en su puesto el asesor que le recomendó ganar un puñado de votos a cambio de hundir su imagen pública y su dignidad personal en el fango. Porque Mariano Rajoy reúne todos los requisitos para dar lástima -cómo no va a darla cuando, al alcanzar la Presidencia tras una larga oposición de siete años, se da de bruces con un contexto indomable, con una falta de carisma que le impide hacer frente a la gran dama alemana y con el partido hecho una casa de tócame roque a costa de los sobrecitos y las contabilidades secretas que va aireando por ahí un ex-tesorero despechado-, y sin duda nos solidarizaríamos con él si no tuviéramos la certeza de que protagonizó la que sin duda fue la campaña electoral más cínica e irresponsable de la democracia española, obstinado como estaba en vender a toda costa no simples señales de humo, sino las emanaciones de una petroquímica entera, con tal de asentar sus posaderas cuanto antes en las poltronas monclovitas y entregarse plácidamente a la degustación de sus puros favoritos. Fueron aquellos días gloriosos en los que el hoy presidente se ufanaba de disponer de la receta milagrosa para corregir todos los males que nos asolaban y aprovechaba la mínima ocasión para tratar de convencernos de que él y sólo él podía salvarnos del desastre. “Votadme y mejoraréis”, dijo. Y diez millones de españoles pensaron que no puede estar equivocado quien, con tanto aplomo, se ofrece a sujetar el timón en el momento en que más azota la tempestad.

Lo malo no es que Rajoy mintiera, sino que se comportara como un perfecto inconsciente y no supiese hacer el mínimo acopio necesario de lucidez para echar el freno y pensar que igual era mejor callar, o hablar menos, para no terminar arrepintiéndose algún día de su mala cabeza y sus excesivas palabras. No lo hizo porque, cuando uno siente que la gloria está a un paso de llamar a la puerta, procura no tener en cuenta que el sueño de la razón siempre termina engendrando monstruos, y hoy esa foto de la que en su día debió de sentirse hasta orgulloso (“hay que ver qué buena idea han tenido estos chicos de mi equipo, hay que ver cómo doy en cámara, hay que ver qué guapo salgo”) se ha convertido en un fantasma recurrente y tenaz que le asaltará día tras día mientras él se preste a seguir con la ignominia, a fingir que lo peor está a punto de pasar mientras, a sus espaldas, se forma una larga hilera de desheredados que se encaminan hacia la ventanilla en la que recibirán su dosis mensual de desesperanza.

 

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