En la Alta Edad Media, lo que hoy es Valdediós se conocía como Valle del Boides. Luego, recibió el apelativo de Valle de Dios (no se sabe si adquirió ese nombre por el monasterio que se construyó allí o si el monasterio se edificó en aquel lugar precisamente porque ya tenía ese nombre) y éste acabó comprimiéndose para configurar el topónimo Valdediós. El cenobio cisterciense, construido en el siglo XIII con añadidos renacentistas y barrocos, aún sigue en pie. La iglesia prerrománica que levantó Alfonso III, posiblemente dentro de un complejo palatino que se ha perdido, también. En realidad, ambas cosas son lo único que hay. También una sensación de paz que tiene algo de tétrico cuando uno recuerda que ese lugar tan hermoso y apacible, donde el viajero sólo encuentra quietud y silencio, fue el escenario de uno de los episodios más trágicos de la guerra civil en Asturias. Un aquelarre derivado en masacre que durante unos días convirtió el Valle de Dios en el Valle del Diablo y que lleva décadas pidiendo a gritos una novela que seguramente no escribiré yo. Si uno no conoce la historia, Valdediós sólo le parecerá un remanso de belleza enterrado en un confín remoto del mundo. Si tiene noticia de lo que ocurrió allí, no podrá evitar el estremecimiento que inevitablemente le sacude mientras pasea entre tanta maravilla natural y arquitectónica y atiende a la evidencia de que el horror puede cobrar presencia en cualquier esquina.
Hacía tiempo que no iba por Valdediós. En realidad, sólo había estado allí una vez, y debió de ser hacia 1990 ó 1991. Quiero decir que de aquello hará ya unos veinte años. Fue en verano y no había un alma. La iglesia prerrománica de San Salvador estaba abierta, sin nadie que la cuidara, y en trance de caerse a pedazos. El monasterio de Santa María, pegado a ella, tenía sus paredes recubiertas por un musgo amenazante y respiraba abandono, también olvido, en todos y cada uno de sus recovecos. Me recuerdo vagamente caminando por allí de la mano de mis padres, atónito ante aquella belleza que se intuía bajo el oscuro poso de los siglos y atenazado por el miedo que me inspiraban aquellas naves que tenían algo de espectral. El turismo todavía no se había puesto de moda y muy poca gente miraba para aquello. Supongo que nadie consideraba rentable ayudar a aquellas piedras a mantenerse en pie con dignidad y allí prefirieron dejarlas, a su libre albedrío. No había vuelto por Valdediós, ya digo, hasta esta misma tarde. Me costó reconocer el lugar que recordaba. Las tapias están recrecidas, parte del césped ha sido sustituido por pavimento y hay que pagar entrada si uno quiere visitar tanto la iglesia como el monasterio. Tuve sensaciones contradictorias. Me alegró ver que el templo que levantó Alfonso III y en cuya consagración estuvieron presentes siete obispos ha recuperado su lozanía (que no su esplendor, pero hay cosas que nunca vuelven) y que el cenobio ha dejado de ser ese lugar fantasmagórico y maloliente para mostrarse como lo que es: una de las mejores joyas del románico asturiano, adornada además con un magnífico retablo barroco. Me fastidió tener que supeditar mis pasos a los de un guía y verme desprovisto de la independencia que, no sé si paradójicamente, propiciaba el abandono. Me hubiera gustado perder más tiempo por las esquinas del claustro, deambular sin prisa por las naves del templo, asomarme al coro del monasterio para ver mejor el órgano, sacar fotografías de detalles que me llamaron la atención y en los que apenas pude detenerme, pasear tranquilamente sobre la hierba pensando en lo sencillo que tiene que ser encontrar a Dios en lugares como éste; también en lo terrible que tiene que ser hallar en ellos todos los rostros del Mal. Me hubiera gustado, también, que se guardase memoria del momento en que se revelaron estos últimos. En un momento dado, le pregunté al guía por todo lo que había ocurrido allí durante la guerra a fin de hacerme una mínima composición de lugar. Me contestó que él no sabía nada de todo aquello. Los turistas que nos acompañaban me miraron como mirarían (supongo) a un marciano. Yo me encogí de hombros y salí, despacio, de la iglesia.
Me gusta que Valdediós se haya salvado del olvido. Me apena que casi nadie tenga en cuenta a sus fantasmas.