Difícilmente pueden reducirse por completo a cenizas, como pretenden algunos, los rescoldos de una guerra cuyos ecos resuenan a orillas del camino en los momentos más insospechados. Las grandes estatuas públicas, las placas donde se inscriben los nombres de las calles o los boquetes que las balas dejaron como recuerdo en algunos edificios que no han querido o podido eliminar esas cicatrices son sólo las puntas del iceberg, grandilocuentes reminiscencias de un conflicto que dejó a su paso huellas mucho más profundas y vestigios que el tiempo ha ido ocultando bajo una densa y pertinaz capa de olvido.
A unos pocos metros del pueblo de Barcia, en las frondosidades del municipio asturiano de Valdés, aún existe uno de esos lugares que desconocen muchos de quienes han frecuentado sus alrededores desde siempre y guardan memoria puntual y exacta de épocas sombrías y dolorosas. Ocultos entre la maleza, a un costado de la antigua carretera nacional, se alzan los muros del único cementerio musulmán que se conserva en el norte de España y que se instaló allí para dar sepultura a los cuerpos de los soldados marroquíes que acompañaron a Franco tras su levantamiento en África y encontraron la muerte en estos pagos, cuando defendían una causa que en ningún caso era la suya e intentaban ganarse una gloria siempre esquiva.
Supe de la existencia de ese lugar hace unos años, gracias a un brillante artículo de Xuan Bello, pero tardé mucho tiempo en visitarlo. En parte, porque no suelo frecuentar esa zona de Asturias, pero también porque nunca había conseguido dar con nadie que me indicara con precisión su paradero. Tuve que aprovechar un viaje inesperado para, después de extraviarme un par de veces y acabar pidiendo ayuda en el bar casi desierto de un polígono industrial, verme al fin ante el modesto arco de herradura que da acceso al recinto donde reposan, según se dice, entre 200 y 300 musulmanes cuyos túmulos son hoy imperceptibles, destrozado como está el terreno después de que las décadas de abandono y ostracismo dejasen convertida la necrópolis en un territorio agreste y hostil cuya naturaleza ni siquiera se adivinaría de no ser por la estructura de piedra que rodea su perímetro. El cementerio musulmán de Barcia es un vestigio raro, un latido extemporáneo que evoca un pasado con el que el viajero no esperaba encontrarse. También es un lugar inquietante. Plantado en medio de la necrópolis, mientras escuchaba el canto de los pájaros que arrullaban las últimas horas de la tarde y sentía el soplo de una brisa leve y fría, como un aliento espectral, me pregunté qué habría sido de los hombres cuyos cuerpos yacían bajo mis pies, cuántos de sus familiares sabrían de su reposo en aquel rincón perdido, qué pudieron pensar al iniciar aquel viaje que iba a conducirles directamente al olvido. Qué habrían dicho de saber que alguien llegaría a plantearse algún día esas cuestiones, en un atardecer desapacible, mientras caminaba sobre sus restos.