En diciembre de 2005, un periódico tuvo la gentileza de ofrecerme un rincón semanal desde el que desahogarme ante el mundo. Era la primera vez que ostentaba la condición de articulista y, honestamente, no creí que la cosa fuese a durar mucho. Un amigo me advirtió de que, conociéndonos a mí y a mis muchas y variadas neuras, lo más probable era que tanto los lectores como los responsables de aquel diario se cansasen de mis divagaciones antes de los tres meses. Por fortuna para mí, y para desgracia de quienes se encontraban cada jueves con mi cara y mis palabras esquinadas en algún lateral de las páginas de Cultura, ambos nos equivocábamos. Mi colaboración se prolongó durante cinco años y medio, un periodo en el que repartí estopa a diestro y siniestro y aproveché para hablar de todo lo que se me iba ocurriendo para desesperación de la jefa de área -que de vez en cuando me llamaba por teléfono para recordarme que me habían contratado con el fin de que tratara exclusivamente asuntos literarios y culturales- y regocijo de quienes me leían semana tras semana convencidos de que, con esos mimbres y ese nulo talento para la diplomacia que yo me esforzaba en demostrar línea a línea, a la larga no me quedaría otro remedio que finalizar mis días bajo el cobijo de algún puente.
Sin embargo, nadie me echó de aquel periódico, sino que fui yo el que se largó cuando un diario de la competencia me hizo una oferta mejor (el periodismo es, en esencia, un oficio mercenario) y trasladé mis bártulos hacia otra casa en la que fui muy feliz, pero donde no duré mucho: el periódico cerró a los seis meses de incorporarme a sus filas (aunque creo que no por mi culpa) y de buenas a primeras me encontré tirado en medio de la calle, con una mano delante y otra detrás y sin que nadie requiriera mis servicios de opinador de cabecera, supongo que porque mis columnas tampoco valían para tanto y porque los artículos de opinión son esa cosa que da mucho lustre pero que, en realidad, no lee hoy en día casi nadie.
Y hete aquí que hoy me veo estrenando esta casa, y aunque no soy del todo un debutante (ya había incurrido hace tiempo en alguna que otra tropelía literario-periodística bajo esta misma cabecera), sí que siento el temblor y el vértigo de quien busca acomodo en un lugar del que lo desconoce casi todo y donde espera permanecer una larga temporada sin otro aval que el de sus buenas intenciones. Me he propuesto no organizar fiestas demasiado ruidosas, y tengo verdadero interés en llevarme bien con mis nuevos vecinos, pero uno no puede asegurar nada hasta que las cosas van rodando y se percibe la dirección del viento que marca el rumbo de la comunidad de propietarios. Estrenar una columna de opinión es, en el fondo, como inaugurar una página en blanco o abrir la puerta de una estancia que se presenta ante nosotros sin que nadie nos advierta de aquello que nos puede aguardar en su interior. Uno procura ser cauto y no caer en más valentías que las imprescindibles, pero sabe que en un momento dado hay que asumir el riesgo y tirar para adelante. En eso consiste, a grandes rasgos, este oficio. En eso consiste, a grandes rasgos, la vida misma.
Sean ustedes, pues, bienvenidos a ésta, mi nueva casa. Ojalá muy pronto puedan sentirla como suya.
Seguro que aquí durarás al menos mientras dure la página: ya tienes un club de leales apañau. Salú y suerte compañeru.