Mis vacaciones favoritas son las de principios del siglo XX, pero me temo que ya pocos podrían veranear como entonces. Trasladarse durante tres meses con ocho baúles ha quedado relegado –sin los baúles- a una minoría elitista que, no solo ha de tener dinero, sino también, disponer de tiempo. El mundo, por otro lado, ha cambiado tanto que mientras antes había que emplear semanas de viaje para cruzar el Atlántico, hoy el asunto se solventa con once horas de vuelo.
Ya no se estila entre el común de los mortales incluir en el equipaje el smoking o el traje de noche para las cenas, ni son imprescindibles las mejores joyas de la familia para lucirlas en las fiestas de gala. Ni siquiera reyes, reinas, príncipes o princesas derrochan hoy el glamour de otros tiempos, sino que aprovechan las vacaciones estivales para lucir alpargatas, vestidos ligeros, bermudas y camisas deportivas y amplias. Me temo que ni en las imponentes mansiones de la campiña inglesa se continúa cumpliendo al pie de la letra el mandato de la etiqueta a la hora de la cena, como hacían Robbie Turner yKeira Knightley, en “Expiación”. Por no hablar de que ya no volverán aquellos viajes al estilo de los personajes de Agatha Christie, como Poirot en Egipto, recorriendo el Nilo con la flor y nata inglesa, mientras alternaba sus visitas a las pirámides con su investigación sobre el asesino de Linnet Ridgeway. Un viaje así, en el caso de que se pudiera contratar hoy día en alguna agencia, no tendría precio.
A la gente de a pie no nos queda más opción que la resignación, y asumir que nunca disfrutaremos de un descanso tan elegante, y menos con los tiempos que corren. Personalmente, este año, me doy por satisfecha con poder contar con unos días lejos del trabajo, porque llegué a temer que esta vez el asunto en cuestión se saldara desfavorablemente para mi persona.
Mi destino será Estados Unidos y, lejos de vestidos de gasa y seda, ando sacando del armario pantalones y botas de trekking. Los alojamientos en su mayoría serán en moteles de carretera y, como único lujo, nos permitiremos alguna cena en un restaurante recomendado en la guía de turno.
Con este plan, tampoco en los preámbulos del viaje, estoy eligiendo lecturas lánguidas, de esas que tanto gustaban por el siglo XIX, sino que todo, también la lectura, va aparejado de la mano de la practicidad.
Ando leyendo “Estados Unidos 3.0. La era Obama vista desde España”, de Rafael Barberá y Miguel Ángel Benedicto, un libro como ninguno para ponerte al día de cómo respira Estados Unidos y, de paso, para hacerte una buena idea de cómo se mueve el mundo alrededor de este país, pero que, desde luego, no sería muy del agrado de lady Tallis.
Así son las cosas.