No hace mucho tiempo, leí en un periódico que el conocido como “caso Kárate” se había convertido en uno de los más graves de pederastia de España. Al parecer, durante más de 20 años –que se dice pronto-, una escuela de kárate en Las Palmas se dedicó a captar a menores de entre 9 y 17 años “de los que presuntamente abusaron, convirtiendo las clases en elaborados rituales sexuales”. A la cabeza, Fernando Antonio Torres Baena, ex campeón de España, presidente de la Federación Gran canaria de Kárate y dueño del gimnasio. En el juicio declararon más de 100 personas, 61 de ellas como víctimas. La noticia destacaba que uno de los aspectos más peculiares del caso, “era la naturaleza sectaria del grupo”, ya que imponían un “adiestramiento sexual” en el que el grupo era una “alternativa a la familia tradicional”.
Cuando lees noticias como estas, a veces, la sensación de irrealidad se acentúa por lo difícil que puede resultar explicarnos de alguna manera estos comportamientos. Parece increíble que algunas de las víctimas sufrieran abusos durante siete años continuados sin que nadie de su entorno lo percibiese. Y me pregunto si después de tanto tiempo estos jóvenes podrán recuperarse y olvidar.
Pero, al final, reconozco que, con el tiempo, la noticia permanece en mi memoria como una historia más de la que te acabas olvidando, a no ser que alguien o algo te la recuerde, porque nunca conociste a ninguna de las víctimas, ni a los verdugos; el escenario queda muy alejado de tu entorno y ninguno de esos niños o adolescentes va a venir a recordarte los detalles ni a explicarte cuáles son sus secuelas, a pesar de intentar con todas sus fuerzas abrirse paso en el mundo y llevar una vida normal. Sencillamente, son cosas que le pasan a otros.
Pero, qué ocurriría si la víctima fuese tu vecino de toda la vida, ese niño con el que compartiste horas de juego después del colegio y que, por circunstancias que bien podrían haberse cebado con cualquiera, vuestros caminos se bifurcan en direcciones muy diferentes. Y qué ocurriría si, además, ese joven al que conoces de siempre, harto ya de vivir y de sufrir se revela contra aquel que le robó sus últimos restos de dignidad, sometiéndolo a unas relaciones sexuales, sirviéndose de la fuerza y la inocencia de ese menor perdido que está dispuesto a cualquier cosa con tal de que alguien pueda sacarlo de su asqueroso mundo.
Pues esto es lo que le pasó a Natalia Cárdenas. Ella jugó de niña con una víctima que, a su vez, se convirtió en asesino: Juanito, un niño al que los malos tratos de su padre arrastraron a la exclusión social, lo que provocó con el tiempo que cayera en las garras de uno de los mayores pederastas de España, Eduardo González Arena, Eddie, líder de la secta Edelweiss. Y fue Juanito, con todo ya perdido a pesar de su corta edad, quien decidió asesinar a este hombre que había abusado de él.
Natalia Cárdenas investigó este caso descubriendo los detalles más duros de una historia de dramas humanos y los recogió, de forma novelada, en su libro “Yo jugué con un asesino”. Se ponen los pelos de punta a medida que nos va adentrando en los mundos de los dos personajes principales, en un intento de hacernos entender adónde llegaron en sus vidas y, sobre todo, por qué un niño con el que ella compartió tardes de juego terminó convirtiéndose en un asesino. Poco a poco, el relato, basado en un hecho verídico, va explicándonos y envolviéndonos con los detalles que forman los perfiles psicológicos de cada uno, haciéndonos reflexionar sobre lo fácil que puede resultar dejar caer a una persona hasta lo más bajo, en un caso, y en otro, no descubrir la “bestia dormida” bajo una apariencia elegante y con buenos modales.