Cuando la oscuridad cubre el cielo y la vida se suspende entre la materia y el sueño, surgen las estrellas. Símbolos cósmicos de la cualidad ilusoria de las cosas, que siguen brillando, a pesar de que ya no reverbere en el mundo el gusto por su misterio. Aunque su movimiento y su luz a pocos atice las potencias del asombro, y los sitúe -como diría Gabriel Marcel-, ante la conciencia exclamativa de existir. Pocos son aquellos a quienes el cielo habla. La colonización totalizadora de la razón y su aparato utilitario, reduciendo el saber a sabiduría mundana, cegándonos de neón, nos deja sin realidad viva, sin esa vida singularmente distinta de la realidad objetiva y vulgar en la que hemos confinado nuestra imaginación.
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“Todo lo que es realidad viva posee su propio relato”, nos dicen los autores de El molino de Hamlet. Los orígenes del conocimiento humano y su transmisión a través del mito, Giorgio de Santillana y Herta von Dechend, un libro donde nos es posible robar misterio al “monstruo utilitario” con el que alimentar esa realidad exclamativa; escapar del espectáculo corporativo y su incesante manufactura de fantasías folklóricas, y fugarnos a través de la historia de la cultura. Hurgar en la sabiduría que atesoran aún los ecos del tiempo.
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“Nada es tan fácil de ignorar como algo que no se presta abiertamente a su comprensión”, apuntan los autores del libro, publicado originalmente en 1969, que ahora ve la luz en español gracias al loable trabajo de traducción de Damiá Alou y la no menos encomiable labor de la editorial Sexto Piso. Un erudito ensayo que explora los libros sagrados, cantos, ritos y relatos tradicionales más antiguos de la tierra, el lenguaje arcaico de los mitos, y nos acerca a la génesis del inconmensurable esfuerzo del hombre por ordenar y clasificar. Su preocupación obsesiva por determinar y comprender el orden, la medida; descifrar los arcanos del destino y el tiempo.
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El molino de Hamlet persigue la huella donde confluyen ciencia y mito, bajo la hipótesis de que fueron las meticulosas observaciones astronómicas, el gran esfuerzo intelectual que libraron en el neolítico cosmógrafos y matemáticos primitivos de la talla de Kepler, Gauss o Einstein, quienes dieron origen a la tradición oral mitológica; y que bajo el signo de un imbricado lenguaje simbólico es como registraron su enorme conocimiento astronómico, la comprensión que poseían sobre la influencia que la tierra recibía del movimiento de los astros. Pero su arresto no termina ahí, sino que a través de un meticuloso estudio comparativo los autores revelan que esta sabiduría cosmogónica, esta imbricación arcaica entre el cielo y la tierra, y este modo de leer el Tiempo, estaba extendida en latitudes dispares a lo largo y ancho del mundo.
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“En el universo arcaico todas las cosas eran señales de otras, inscritas en un holograma que había que adivinar con sutileza. El auténtico marco del pensamiento mítico es el pensamiento cosmológico (…) El orden del Numero y el Tiempo era un orden total que lo preservaba todo, del que todos eran miembros, dioses, hombres y animales, árboles y cristales, incluso las estrellas errantes y absurdas, todo sujeto a la ley y la medida”.
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¿Qué supieron aquellos hombres sobre la cualidad de las cosas, al confrontar los astros, al enfrentarse, desnudos de teorías, a la inmensidad? El estereotipo folklórico simplifica e infantiliza el conocimiento del hombre arcaico, pero aquellos primeros narradores seguían siete agujas planetarias, además de la revolución diaria de la esfera fija y su movimiento secular en dirección opuesta. Todos los movimientos significaban parte del tiempo y el destino. Nosotros sólo tenemos dos agujas en un reloj, y el tiempo y el destino lo leemos en el periódico.
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Reseña publicada originalmente en la revista Buensalvaje #4 España