Dada la exacerbación del intelecto propia de nuestra época, el fenómeno moderno por excelencia, escribía Cioran, está constituido por la aparición del ‘artista inteligente’. Es decir, del artista que se encuentra empeñado en reflexionar sobre su obra, en las consideraciones de método que esta desprende, muchas veces incluso más que en realizarla. En el presente, quien se restringe a sus propias inspiraciones, quien se desenvuelve sólo dentro de sus abstracciones, parece opositar para pieza de museo. Los comentarios sobre el proceso creativo o la crítica parecieran valer más que las obras. Abundan los artistas dispuestos a convertirse en prólogos de sí mismos, a ser sus propios críticos… ¿Tenemos tanta consciencia sobre nosotros mismos que lo irreflexivo y lo ingenuo están ya fuera de nuestro alcance? ¿Qué ha sido de la fastuosa neblina del instinto?
El saber, coaccionado por el saber científico, objetivo, se ha institucionalizado como un ámbito puramente de la reflexión. En apariencia debemos convertirnos en asnos que transportan una ingente cantidad de información, una pesada carga de datos, estadísticas, de modelos e inferencias que obstaculizan hacernos con la potestad de las cualidades sensibles, de formas abstractas, subjetivas, que emanan de la intensidad de las sensaciones y las inquisiciones propias de nuestros sentidos. Una premisa que nos lleva directamente a cuestionar el saber a través de los principios y a querer restituirlo en el ‘Ser’. Pero ¿cómo instalarse en la metafísica del Ser?…El extático ensimismamiento que debería proporcionarnos la respuesta se encuentra cautivo por el automatismo. ¿Cuánto hay de nosotros en nosotros?¿Cómo llegar al extremo de uno mismo si en lugar de instigar la locura, de azotar las extravagancias individuales, de arrojarnos a la concavidad abisal de nuestras particularidades despreocupados por la posibilidad admonitoria del fracaso, optamos por sintetizar una fórmula segura para la felicidad; una felicidad anódina, exenta de riesgo o plenitud, sin tragedia ni épica, pero que se vende y se compra sin dificultad en el mercado de las sensaciones?
La corrección bienpensante, la catalepsia ideológica que se adhiere a las modas y deja fuera el arrobo del exceso y el delirio, negando la animación de las ideas propias, ha ganado terreno entre los adeptos a la mediocridad eficiente. El fenómeno necesita ser estudiado: ¿De qué rebelión los individuos somos raramente capaces? ¿Qué nos mueve a ejercitarnos en el arte de la resignación y la indulgencia? Pareciera que nos incomoda la libertad y que la mímica es una capacidad que tenemos demasiado desarrollada. Nos cuesta rebelarnos contra nosotros mismos, contra esa versión opaca y decadente que desahucia cualquier posibilidad de autoconocimiento. Ninguna libertad se conquista sin ruptura. Inhibir el automatismo, establecerse en el derecho a atreverse a todo, alcanzar una voluntad libre, no es posible sin un escrutinio de la costumbre y sin el ejercicio continuado de la desobediencia. Pese a que esto es bien conocido, escasean ejemplos de personas que hayan desistido de apropiarse de esa versión mezquina que se vende como sustituto de disidencia (o como sustituto de vida), que hayan desenmascarado sus ficciones, desertado de la seguridad del pensamiento maintream en pos de la voluptuosidad y el desamparo de las ideas propias. Pocos que hayan desacreditado la realidad, desarticulado la ramplonería y renunciado a vivir bajo la fuerza coactiva de la subjetividad normativa: porque te deja solo, porque produce rechazo, porque vivir con espíritu libre y sin dobleces condena a transitar los márgenes y a apropiarse únicamente de una sola certeza: el fracaso. Uno a la medida de todas las renuncias que la libertad exige.
Pero, cómo alcanzar un pensamiento crítico en un mundo dominado por las múltiples jerarquías del fraude y la duda, en el que la verdad representa un límite…, un freno. Comparada al valor que hoy posee una presunción, la verdad detenta una relevancia ínfima. Por gusto al espacio abierto prolifera lo impreciso, las ideas vagas, esas que prosperan sobre otras dudas más sólidas para medrar. Dada la inclinación por la novedad continua, por el recambio incesante que actúa en el presente, la verdad simboliza un corsé. Hemos universalizado el gusto por la superficie. La ficción se ha vuelto colosal y reina en el vasto espacio abierto por nuestro escepticismo. El desapego a lo ‘real’ condiciona hoy al individuo. La realidad, otrora rotunda, implacable y compartida, se ha deshecho en ficciones, ha cobrado un carácter múltiple, heterogéneo e individual. La física cuántica ha destronado la lógica clásica, la irrupción de internet y el mundo virtual está reconfigurando nuestra forma de percibir el contexto en el que nos desarrollamos. Mientras tanto, la filosofía agoniza herida de intrascendencia. La neurosis del intelecto, la dialéctica virulenta del filósofo y su problematización inagotable de la verdad, parece caer en el descreimiento, o al menos, en la irrelevancia. A juzgar por las evidencias, no hay grandes ideas que progresen, terminan por inmolarse en la permanente querella que el pensamiento mantiene consigo mismo. La razón perece aplastada por el peso de su propia tecnificación ¿Estaremos ahora gracias a esto más cerca de la poesía? ¿Tendrá el nihilismo, con el tiempo, una consecuencia lírica? En ese terreno yermo que separa al mito de la razón, donde han ido a parar todos los fracasos especulativos, está brotando una espontánea e intensa actividad fabuladora, una creatividad que pareciera no buscar explicar la realidad, tampoco cuestionarla, sino imponer la propia identidad dentro del caos que simboliza el mundo. “Tenemos el arte para no morir de la verdad”, sentenciaba Nietzsche. La creatividad combate la futilidad de la vida, será también por eso que el fenómeno artístico se ha extendido y ahora todos llevamos un artista dentro.
Sin embargo, a pesar de todo el espacio abierto para soñar, la frivolidad y la vacuidad se han extendido. Como nos advierte Žižek, es más fácil imaginar el fin de nuestra civilización, por ejemplo, que creer posible una resistencia efectiva a las fuerzas que nos acosan dentro del capitalismo, o para qué irse tan lejos, dentro de la propia y maltrecha España o de nuestra propia comunidad de vecinos. Esa abulia ante la perspectiva de un fin inminente, o el encanto que profesa la derrota, parecen inmunizarnos de cualquier esperanza de un futuro mejor. A juzgar por la libertad de postín que se ha legitimizado, vamos camino a sociedades catalépticas, artificiales. Pareciera que ninguna utopía cabe ya en nuestros sueños. Nos hemos convertido en labriegos del hastío, en traficantes de queja y desencanto… Entonces ¿cómo comprender este culto a la creatividad que crece en el presente? ¿Y cómo comprender el papel que juegan sus máximos exponentes: los Poetas?
Esa pregunta se la hacía Höldering a Heinse, su amigo poeta, en la elegía ‘Pan y vino’ “¿Y para qué poetas en tiempos de penuria?”, le preguntaba. A lo que éste respondía que los poetas son como los sagrados sacerdotes del dios del vino, que de tierra en tierra peregrinaban en la noche sagrada… En el análisis que Heidegger hace de la poesía de Höldering, en busca de la esencia de la poesía, nos dice que esa noche sagrada es la certeza de que la historia, apagados todos sus dioses, de espaldas al esplendor de la divinidad y falta de un fundamento en torno al cual se reúnan los hombres, da inicio a la noche del mundo y su tiempo de penuria. El ser humano, carente de una estructura, nos dice, se halla cada vez más indigente. El arraigo y la permanencia nos han sido arrebatados por la historia, vivimos sin raíces. Y sin dioses a los que dirigir plegarias nos hemos vuelto entusiastas de la desesperación.
El vértigo poético, explica Ciorán, es una cuestión de perspectiva y de un cierto derroche estático, una mirada acrobática que se contorsiona sobre el encanto de la contemplación, desbautizando la sacralización del acto. Pero nuestro presente reclama como una virtud de terciopelo el habernos convertido en inaptos para el recogimiento, para la holgazanería metódica, y nos fuerza a mantener una relación incestuosa con la productividad, nos condena a una actividad frenética. Pareciera que sólo los locos y los poetas, o aquellos que se desenvuelven dentro de sus propias abstracciones, están hoy posibilitados a la contemplación, a libar la vida apaciguando los impulsos del mundo, escapando de la vorágine racionalista que paraliza nuestros instintos y conquistando los límites de sus sentidos: la imaginación.
Recuperar el esplendor de uno mismo, oponerse al conservadurismo reaccionario que nos fuerza a adaptar nuestras ideas en vez de favorecer el que queramos cambiar las situaciones que nos generan malestar, dependerá de que volvamos a conquistar el saber a través del sentir y el experimentar, de que penetremos la vida y conquistemos el mecanismo de nuestra percepción para poder descubrir lo que cada uno es en sí, más allá de la inmanencia de nuestras subjetividades comunes, autoafectarnos, o como diría Michel Henry, conquistar la afectividad trascendental de la vida, autoreferenciándose. Si el universo es una inmensa perversidad hecha de ausencias y uno no está casi en ninguna parte, como apuntaba uno de los poetas más fértiles de la Argentina, Alejandro Dolina, si somos una huida permanente hacia ningún lugar concreto, es posible y deseable sobreponerse al desarraigo de un fundamento, no necesitarlo para soñar. La voluptuosidad que se desprende de la actividad creativa aviva las alas de nuestra imaginación. Apagados los dioses, de espaldas a la divinidad, poseemos poesía para soliviantar la esterilidad, y poetas para aprender a volar.
En primer lugar, esta frase es fantástico: “En apariencia debemos convertirnos en asnos que transportan una ingente cantidad de información…” Somos “asnos de información” — ¡vaya invento! Me encanta! Al mejor voy a utilizar esta frase tres veces hoy antes de ocaso. ¡Gracias!
Luego, como no bastara tal invento, dices “Apagados los dioses, de espaldas a la divinidad, poseemos poesía para soliviantar la esterilidad, y poetas para aprender a volar.”
La parte que me gusta más de esta linda frase es la primera parte, de los dioses y la divinidad. Vivimos bajo de mando de muchos dioses: el estado, la naturaleza, el estado, la tecnología. Dar espaldas a lo divino: sí. Esto es vivir en el momento como un animal, y lo hacemos todos, por que tenemos que ganar dinero, por que lo mas importante es lo mas récente en tu hilo de Twitter, etc. Sin memoria, damos las espaldas a lo único divino que tenemos, la memoria.
Luego, dices “los locos y los poetas” como si fueran iguales, y los son. Hubo una época cuando lo que opinábamos nos parecía importante, cuando pensábamos que podíamos cambiar los dioses, el estado y el mercado, para que sean mas hermosos… los años 30s. Y cuando fuimos tan libres, pensando que teníamos el poder de enferntarnos con los dioses, el estado y el mercado, ¿y que hicimos? Destruir el mundo entero.
¿Y ahora? No ves, mis pensamientos, los tuyos, allí por el internet, y mucho menos importante que un gato que se hizo amigo de un cerdo… ¿no es una forma de locura incluso escribir un ensayo? Mejor poner una foto de una mujer esquiando desnuda, tendrás mas hits.
Escribiste este ensayo en el aniversario de la muerte de Pazzis Sureda, la subject de una biografía que publicaré en otoño, que se suicidió el 11 de Mayo, 1939. Lo de dioses y la divinidad, hablo mucho de estos temas, parte de mi “schtick” de mi “schpeel” sobre Pazzis. Por ser algo que repito una y otra vez no quiere decir que no lo creo, pero cada vez que lo repito, menos.
Total que no conozco a todos los poetas nombrados en el ensayo, y me hace falta, de vez en cuando, algo muy hermoso y perfecto, un poema perfecto, y no hay ejemplo en el ensayo mismo, pero creo que valga la pena buscarlo por los escritores cuyos nombres aparecen aquí… y lo haré.
Poema perfecto, algo hermoso. Que locura, tal como dices.