No sé qué puñetas está pasando en Cataluña, pero debe ser grave. Tan grave que el asunto ha trascendido los periódicos y se ha colado en la literatura. En la última novela de David Trueba, Blitz, se lee textualmente: “A mí me han ofrecido un trabajo en Munich, pero me gustaría vivir aquí. No me gusta esa actitud de quién cree tenerlo todo, ser dueño de todo, en el fondo pienso que ahora es cuando más necesitamos quedarnos en España, bueno, o en Cataluña, porque a lo mejor por fin nos libramos de vosotros”. El libro está editado en el 2015, vamos, que no puede ser más actual, y el que habla es un arquitecto catalán que conversa con un colega madrileño. Lo leí y dije: “¡Ah, sí, es verdad, me había olvidado, creo que pasa algo en Cataluña!”. En verano procuro no ver nunca la tele. Si puedo me voy al monte y si no puedo, pues simplemente no pongo la tele y me dedico a hacer otras cosas. Los periódicos sí los leo, pero sólo una vez por semana o dos como mucho, porque en verano una dosis fuerte de realidad puede provocar un efecto tan nocivo como un furibundo golpe de calor, vamos, que te puede dejar tieso. Por eso, al abrir un periódico encontré una gran foto con mucha gente desfilando por una larga avenida, con unas banderitas o banderas, según el tamaño, de gran colorido y con actitud amistosa y jovial, y me dije: “¿Pero quién demonios son esta gente y qué puñetas pretende?”, y luego caí en la cuenta… Sí, lo confieso, me había olvidado por completo del asunto. De modo que tuve que hacer un escaneo rápido en mi memoria a largo plazo y recordar cosas que tenía muy olvidadas y que no me apetecía nada recordar. Y esta es la razón fundamental por la que ahora estoy sentado aquí.
Lo primero que pienso al recordar esa foto es que la foto tenía trampa, porque esa gente, ya se sabe, debajo de su apariencia amistosa y jovial, puede destruir el país, el país o lo que le dejen… la cultura occidental, el mundo tal y como conocemos, todo eso, que uno no puede fiarse de cualquier reunión de personas con banderitas, excepto si van al fútbol. Los gobernantes de antes tenían muy claro que si se juntan más de diez personas con banderitas o es un tumulto o es una rebelión, pero nunca es algo inocente. Por eso hacían todas esas leyes represivas contra toda clase de unión o grupo espontáneo detenido o formado en la calle (y más aún si se ponían a desfilar todos juntos), y les iba mal porque la gente es cabezona y le gusta llevar la contraria, pero la idea de fondo era muy lógica: si le das libertad a la gente y le dices que pidan lo que quieran se ponen a pedir de todo y luego va y te tienes que enfadar porque como no puedes ni piensas cumplirlo entonces ellos se enfadan contigo y se ponen tontos y pesados con eso de “tenemos derecho” y tú, bueno… ya sabemos cómo acaba la cosa. Así que se inventó la zarzuela, los toros y el fútbol y la gente se podía reunir en grupos y hablar tranquila y agitar las banderitas a su gusto, como tranquilo estaba el gobierno… ¡¡Ah!! ¡¡Qué sensatos tiempos aquellos!!
Pero a lo que vamos. Como valenciano y como alumno que ha pasado por varios colegios y universidades valencianas, he tenido que crecer con ese dichoso “temita”. Recuerdo que en una clase de una universidad en la que yo estaba presente de cuerpo pero no de mente, un profesor se empeñó en hablar en valenciano, aunque la clase era oficialmente en castellano. Eso provocó la protesta de una alumna, que minutos antes había estado distraída en la lectura de una revista para gatos, y acto seguido, como uno de esos caparrones veraniegos, se originó un intenso y ruidoso debate que duró unos tres minutos, el tiempo que todos tardamos en mirar el reloj y ver que la clase estaba a punto de concluir. Después cada uno siguió a lo suyo, como siempre, y el resto del curso acabó sin nada que destacar. Aunque en realidad aquello tampoco fue algo digno de mención. Al menos no para mí, que por entonces, en mis tiempos universitarios me refiero, ya estaba harto de hablar del tema, de hablar con los dos bandos del tema, de tratar de comprender los argumentos de ambos bandos, de tratar de dar mi opinión personal a personas a quienes tu opinión personal les resbalaba absolutamente. San Agustín ya decía que la fe no puede explicarse con la razón y el nacionalismo es un problema o una cuestión de fe. Y no hay más que decir.
No obstante, como en mi vida profesional he tenido que enfrentarme al tema, me he dedicado a lo único mínimamente objetivo que tenemos para agarrarnos al asunto: la historia. En otra revista escribí hace ya dos años un artículo titulado “Las dos independencias de Cataluña”. Voy a poner el enlace por si alguien tiene interés, pero de todas maneras mi intención ahora no es reproducirlo sino ampliarlo. En él hablaba de dos momentos históricos, la rebelión de 1640 y la declaración de independencia de Companys en 1934. Mencionaba muy de pasada la declaración de Macià del 31 y también, muy de pasada, decía que la declaración de Companys pretendía (lo mismo que la de Macià, por cierto) convertir a Cataluña en un estado no del todo independiente, porque lo metía dentro de una supuesta, o al menos aún no creada, estructura federal: “la República Federal Española”. En ese momento me faltó decir, por ejemplo, que cuando más cerca ha estado este país de tener una verdadera estructura federal, en la Primera República, fue cuando dos políticos catalanes gobernaban desde Madrid. Me refiero a Figueras y a Pi y Margall. Sabemos que no se llegó a aprobar la constitución de 1873 y no tiene sentido especular lo que hubiera pasado de haberse producido. También sabemos que el nacionalismo catalán no paró de radicalizarse, si se me permite la expresión, desde entonces, desde las “Bases de Manresa” de 1892 se llegará a las declaraciones independentistas de la Segunda República, pero antes aún de las “Bases de Manresa” hay que ver cómo empezó todo: con el escrito de la burguesía conservadora catalana al joven rey Alfonso XII, la Memoria en defensa de los intereses morales y materiales de Cataluña. En 1885, con la recién iniciada restauración borbónica, a la burguesía catalana le interesa una cosa: los fueros y el comercio, o lo que es lo mismo, la cultura, la tradición, la ley propia y el dinero, el dinero que mueve las fábricas y que trae el progreso. En ese momento no se habla de independentismo: se habla del tratado comercial con Inglaterra, tema eterno y maldito donde los haya (y si no que se lo pregunten a Espartero) y de lo que queda de los fueros, lo que se salvó del terremoto que provocó Felipe V, el “derecho civil catalán”. Al mismo tiempo se está produciendo la Renaixença, la cultura se une a la política, y así se llega a las Bases de Manresa, donde aún no se habla abiertamente de independencia, pero que pronto quedarán en la cuneta porque el nacionalismo ya ha alcanzado la velocidad de crucero. Y es curioso que esto pasé en unos pocos años, que de un conciliador y tímido reproche, de un “No tenemos, Señor, la pretensión de debilitar, ni mucho menos atacar la gloriosa unidad de la patria española; antes por el contrario, deseamos fortificarla y consolidarla”, se llegue al extremo contrario, ya personificado en las huestes furiosas del partido “Estat Catalá”, que, como corresponde a todo nacionalismo extremista, lo primero que hace es atacar a sus padres políticos, los conservadores de la “Lliga Regionalista”.
De la fuga por las alcantarillas de Dencàs y de la acción de su grupo paramilitar se ha hablado bastante poco, así como de sus luchas contra los anarquistas. Puede que no tengan un gran valor histórico pero sí tiene un gran valor simbólico. Sirven para entender, o mejor dicho, para hacer evidente, hasta que punto las palabras pueden dar paso a la lucha física, a los muertos de verdad, a las balas que pasan silbando a unos milímetros de ti, y sirven para ver en, cómo decía Alberti y cantaba Paco Ibáñez, dónde queda todo ese montón de papeles…
Manifiestos, escritos, comentarios, discursos
humaredas perdidas, neblinas espantadas
qué dolor de papeles que ha de llevar el viento
qué tristeza de tinta que ha de borrar el agua
Las palabras entonces no sirven, son palabras…
Pero no. No nos pongamos pesimistas. Eso son cosas del pasado. Y el pasado ha pasado y no vuelve nunca. El pasado no se puede sacar del congelador y descongelar en el microondas y comer como si tal cosa. El pasado está podrido y es incomestible. Cuando escribí “Las dos independencias de Cataluña”, cierta periodista española que respeto mucho y que es una gran profesional, me reprochó que me olvidara de la historia de la Corona de Aragón. Francamente, no entendí a qué venía ese reproche. La historia de Cataluña no es la historia de la Corona de Aragón. Ni la historia de Valencia es la historia de la Corona de Aragón, ni la historia de Nápoles es la historia de la Corona de Aragón, ni la historia de Aragón es la historia de la Corona de Aragón. En Cataluña no tuvieron el problema de los moriscos, por poner un ejemplo evidente. En Nápoles durante mucho tiempo tuvieron un rey que también era rey de otros muchos reinos y territorios, pero nunca se sintieron ciudadanos de “la Corona de Aragón”. Y lo digo porque he oído y he visto muchas aberraciones semejantes, que me recuerdan eso que decía Hitler (y aquí es donde más de uno va a dar un golpe al ordenador, puesto que no pueden rasgar la hoja), de que “quien habla alemán es alemán”. Y por cierto, Hitler no es el único que decía eso, aunque lo cito porque es un ejemplo muy elemental. Yo podría decir que lo que hagan los catalanes es cosa suya, pero no podría aceptar nunca que lo que hagan con una historia común, pero no igual, es cosa suya. Manipular la historia es un deporte nacional, el problema está en que cuando manipulas tu historia, es decir, cuando limas tu pieza del puzle para que encaje por la fuerza, estás destrozando el puzle entero. Y su pieza es su pieza pero mi pieza es mi pieza. Y ahí, ahí sí que tenemos un problema. El nacionalismo es fe, ya lo he dicho antes, y la fe mueve montañas. Y si no que se lo pregunten a los independentistas catalanes que lucharon como voluntarios en el ejercito francés en la Primera Guerra Mundial. Pero no, no seamos reduccionistas, entonces tal vez eso tenía un sentido. Entonces los nacionalismos estaban muy frescos, había países muy nuevos en Europa, como Italia y Alemania, y después de la Primera Guerra Mundial, con la desintegración de los antiguos imperios, saldrían muchos más. Y teníamos a un presidente americano como Wilson hablando de cómo debían ser las nuevas fronteras de Europa. Claro que el presidente Wilson en sus Catorce Puntos no nombraba para nada el problema catalán. Pero ese era un detalle sin importancia…
Hay que acariciar los detalles, decía Nabokov, hay que mimar los detalles, concentrarse en los detalles… ¿Y si al final resulta que no hay detalles sin importancia? Claro que podemos decir que Nabokov hablaba de literatura, no de historia. ¿Pero y si la historia se convierte en literatura y la literatura se convierte en historia?
PEQUEÑO ANEXO BÁSICO:
-El nacionalismo catalán y la Primera Guerra Mundial:
https://es.wikipedia.org/wiki/Campaña_autonomista_catalana_de_1918-1919
Mi artículo mencionado:
http://papeldeperiodico.com/2013/10/27/las-dos-independencias-de-cataluna/