Antes o después, tenga uno la edad que tenga, la vida le pega una sacudida. Tal vez todos deberíamos sentirla cada cierto tiempo, como un buen empujón que te hace trastabillar y poner de nuevo los pies en la tierra y relativizar la importancia de los problemas, para decidirte a hacer aquello que llevas meses postergando, confesarte cosas que jamás te habías confesado y tomar aire para saltar con más energía y más fuerza que nunca.
Bien es cierto que cuanto más se haya pasado la mitad de la vida, por muy estupendos que muchos se crean que están por fuera, el porcentaje de probabilidades de que te meta una sacudida se va elevando. A veces, es simplemente un susto con final feliz; otras, el final es feliz pero requiere una lucha y una superación admirable durante un tiempo en el que uno no será dueño del todo de su existencia, limitado por las condiciones que las circunstancias le hayan impuesto; y en algunas más, esperemos que siempre las menos, las historias acaban mal.
Cuando uno ya vive consciente de que el tiempo que se nos da es efímero, que las personas se pierden en unos minutos, que los instantes se desvanecen y que debemos tomar nuestras decisiones en función de todo ello, para no terminar de ancianos lamentando haber desperdiciado nuestros mejores años haciendo lo que los demás querían, logrando lo que otros ansiaban y complaciendo a la sociedad en vez de ser sinceros con nosotros mismos y vivir en paz en conexión con nuestra conciencia y nuestros propios valores, las sacudidas te vienen a recordar algo que ya sabías y, todo lo más, lo reafirman de una forma completa y absoluta.
La vida hay que comérsela a bocados
Es en esos instantes, que muchos descubren por primera vez cuando la vida les da un susto, que se es consciente en cada poro de la piel de que hay que comérsela a bocados, equivocándose, apasionándose, amando, deseando, gritando, llorando y riendo sin importar esa mirada de desaprobación o de superioridad de los que no te entienden porque optan por seguir un camino trazado, mirar las olas desde la orilla y nunca surfearlas.
Y es que esa manía de muchos de buscar constantemente la aprobación de algunas personas en particular y de la sociedad en general provoca que, en la mayoría de las ocasiones, compliquen las cosas más sencillas. Fíjense en el mundo de las emociones. Si no haces daño a nadie, si no haces nada malo, ¿por qué no se asumen y afrontan con naturalidad los sentimientos? ¿Por qué no se arriesgan y se exponen? ¿Por qué se juzgan, se critican y se cuestionan? La respuesta es el miedo: el miedo a la libertad de los otros, el miedo a ver en los demás lo que uno no se ha atrevido a cuestionarse en sí mismo, el miedo a lo diferente, el miedo a estar equivocado, en definitiva, el miedo a vivir.
En demasiadas ocasiones, la gente vive aterrorizada, ni siquiera podría decirse que es cobardía, sino que simplemente es el miedo el que los paraliza; un miedo que en vez de activarles y hacerles reaccionar para no perder el tiempo y las oportunidades, les deja quietos en el sitio, obligándoles a pisar las mismas huellas que dejaron en las sendas. Al fin y al cabo, ir por un camino conocido siempre hace que uno se sienta más seguro, pero también adormece la mente, embota los sentidos y provoca que no mire ni siquiera a las riberas, porque cree que las conoce de memoria.
El tiempo no está en nuestras manos
Muchos temen al cambio. Lo contemplan como una desgracia, nunca como una oportunidad. Algunos más tienen miedo de no ser comprendidos y temen la reacción de las personas que quieren, como si el obrar de una forma que ellas no aprobaran fuera a hacerles perder su afecto. Es curioso porque también con el tiempo descubres que si alguien solo te quiere cuando actúas conforme a sus parámetros y a lo que espera de ti, no te quiere a ti realmente, sino a la imagen que de ti se ha hecho. Así que ese miedo es absurdo porque si alguien te quiere de verdad, te acepta como eres, y te ve bien y feliz, lo será también; aunque quizás el miedo provenga de esto último: la posibilidad de descubrir quién te aprecia realmente.
Luego están los que temen sentir, los que creen que los sentimientos nos hacen débiles, los que buscan excusas para vivir en el futuro, como si tuvieran la certeza de que siempre van a tener salud y van a permanecer jóvenes y lozanos durante décadas. Qué soberbios podemos llegar a ser los humanos. Asumir lo poco que sabemos y que el tiempo no está en nuestras manos genera grandes dosis de humildad.
Entre unas cosas y otras, cuando la vida te da una sacudida, te reafirmas en que tú no vives en futuribles, en que vives hoy, en que jamás pierdes el tiempo en los «y si…» ni en los «imagínate que…» ni similares, tus energías se encauzan al tiempo presente. Así que no sabes cuánto te dará la vida, pero tienes la seguridad de que, cuando te toque marcharte, la habrás exprimido todo lo que ha estado en tu mano hacerlo, habrás dicho que amas a aquellos que amas, habrás pedido perdón a aquellos que hayas tenido que pedirlo, habrás dado una o varias oportunidades a quien haya fallado o a quien haya tenido debilidades, pues como tú, también es humano, y te irás con la conciencia tranquila de saber que no tienes ninguna cuenta pendiente.
En cada uno de nosotros existe la libertad para obrar así. Y no es difícil, no hay ningún secreto. Solo la osadía de ser sincero con uno mismo, evitar siempre el autoengaño y atreverse a mostrarse ante el mundo. Y en caso de que te cueste hacerlo piensa que, dentro de cien años, ninguna de esas cosas que te parecen tan importantes e insalvables ahora tendrán ninguna importancia. Seguramente, dentro de veinte años tampoco.
Sea como fuere, no esperes a vivir, porque cuando decidas hacerlo, de seguro será tarde.