Los incendios han asolado Galicia este fin de semana. De hecho, mientras escribo muchos siguen activos, aunque no con la gravedad que revistieron el pasado domingo. Hay personas que lo han perdido todo, hay bosques que han sido dañados irremediablemente. Son días de luto para los gallegos. Días eternos.
Seguramente hay quien no entiende que la relación que tenemos en Galicia con la tierra es algo así como sagrada. Nos sentimos unidos a ella de una forma que cuando se la ataca, nuestro cuerpo también padece. El verde, el viento, el agua y el inmenso océano forman parte de nuestra cotidianidad. Los árboles son nuestros compañeros, los animales son nuestros vecinos. Cuando ellos sufren, sufrimos nosotros.
Todos hemos padecido estos incendios. Incluso en las zonas en las que no había ninguno cerca, la gente estaba rodeada de humo y las aceras cubiertas de ceniza. Respirábamos el fin. Desgraciadamente, esta no ha sido la única vez, aunque el modo en el que haya sucedido sea distinto a los otros y tengamos que llorar la pérdida de varias vidas humanas.
A lo largo de nuestra vida, todos los gallegos hemos ayudado a apagar un incendio forestal en una o en varias ocasiones, sin dedicarnos a ello. Conocemos así las ramas más verdes que hay que elegir para golpear contra el suelo, la dirección del viento a vigilar para controlar el avance de las llamas, los cortafuegos que hay que improvisar para intentar que no salten de una finca a otra…
Por esos y otros motivos, por la esencia misma de nuestra gente y nuestra cultura, nos ponemos en acción cuando hay que moverse. Cierto es que no aguardamos impávidos a que otros nos solucionen los problemas, aun cuando deberían. Con el carácter que poseen los gallegos, al final, siempre que hay un problema, observarás a la gran mayoría arremangarse y ponerse manos a la obra para solucionarlo. Poco importará su edad o su cansancio, y tampoco les importará meterse en el fango, embadurnarse de chapapote, tropezar con las piedras, trepar por las rocas, mojarse la ropa o luchar contra el fuego.
Hasta el último segundo les verás combatir por la tierra que aman. Tanto es así que he visto en diversas ocasiones la dificultad de los profesionales de protección civil o de brigadas forestales intentando convencerles hasta el agotamiento, cuando la situación es extrema, de que hay que retirarse y alejarse de las llamas, que no se puede hacer nada. Y a pesar de lo que algunos puedan creer, no solo sucede al querer salvar bienes materiales como la casa, el coche o la moto hasta el último segundo, sino que ocurre con cualquier ferrado de finca, cualquier bodeguita o pequeño establo, con los animales, con los frutales, con la tierra misma.
Así que, al final, son días de luto. El fuego va siendo vencido gracias al esfuerzo de la gente, a los profesionales y a la bendita lluvia que al fin ha aparecido en un otoño que, tristemente, ya no tiene hojas de oro. Y si todavía nos duele más todo esto es porque sabemos que las cicatrices que un incendio deja duran años. El olor a ceniza lo impregna todo. El suelo es un mar gris ante los ojos.
Sin embargo, aquí seguiremos, quitando fuerza de los bosques, los prados, los campos y los humedales que todavía conservamos para hacer brillar de nuevo la belleza de aquellos lugares que nos han destruido, para recuperar la fauna que se ha perdido, para volver a respirar aire puro. Y mientras tanto, continuaremos esperando políticas de prevención que no sabemos si algún día llegarán, lanzaremos semillas, pondremos comederos para pájaros, vigilaremos que la ceniza no contamine las aguas y, en la medida de lo posible, ayudaremos a aquellos que tendrán que reconstruir su propia vida, al verse de pronto sin casa, sin sustento y un vacío ceniciento alrededor.
En unos días, los medios de comunicación nos olvidarán. En unas semanas, habrá personas de fuera que creerán que todo estará ya solucionado. Pero nosotros sabemos que veremos esas cicatrices durante mucho tiempo, de manera que, aunque no nos recuerden, y aunque estemos ayudando a nuestra tierra a resurgir del desastre, seguiremos de duelo, vigilando los brotes que, de repente, un día, surjan entre las cenizas y nos recuerden que la naturaleza siempre encuentra el camino si los humanos la dejamos.