Por @SilviaP3
Hay años que comienzan sumidos en la nostalgia de las décadas que se fueron. El tiempo es tan cruel y tan amable a un tiempo que, en esas etapas de nuestra existencia en las que resulta benévolo con nosotros y nuestro entorno, olvidamos que nada es eterno, que los finales felices no existen en la vida real porque todo termina, ya sea con un mal final provocado, ya sea con la Parca. Todo depende exclusivamente de cuándo nos detenemos a la hora de contar nuestra historia.
El tiempo, sin embargo, tiene el poder de hacernos caer en esas burbujas de ficción o irrealidad en las que es fácil pecar al sentir una falsa seguridad a través de la cual tenemos tendencia a ignorar al resto del mundo. Pero todo es efímero. Nos sentimos tan seguros, tan protegidos por los que nos quieren que nos parece increíble que el mayor daño pueda venir provocado por la persona en la que más confiamos. Sin embargo, puede pasarle a cualquiera. Todo puede pasarle a cualquiera, porque todo es finito. Los años nos enseñan esa lección de una forma u otra. Algunos tardan mucho en aprenderla; otros creen que ya la han aprendido, aunque en realidad solo han vislumbrado pequeñas lecciones muy de cuando en cuando y no el temario completo de los infortunios. Son afortunados. Ojalá tarden mucho en aprender las enseñanzas más difíciles que nos depara la vida.
Hay años que empiezan sumidos en nostalgias de tiempos que no volverán. Recuerdos, enfermedades y dificultades que se acumulan en el momento presente traen a la mente épocas en las que uno mismo se supo dichoso, años en los que jamás habría creído que su desgracia vendría causada por seres en los que poseía confianza plena.
En muchas ocasiones, resulta amargamente irónico mirar hacia atrás con la perspectiva del tiempo y comprender que uno ha sido utilizado como un trampolín para la consecución de los fines de otros, en los que las coartadas mentales acechaban a esas personas falsas y deshonestas para no afrontar la propia crueldad de sus actos. Cuando alguien les diga que una decisión que les duele no debería dolerles porque todo será mejor, no le crean. Seguramente todo va a ir a peor para ustedes. Quien pronuncia esas palabras lo hace para no sentir culpabilidad, pero esas actuaciones suelen cobrarse un precio. Seguramente están caminando sobre ustedes para alcanzar sus objetivos, sin importar ni la moral ni la ética ni la forma de minimizar el daño. Quien declara ese tipo de frases, que suelen ir acompañadas de un montón de promesas, miente con tal descaro que duele más que si a uno le soltaran la verdad a bocajarro.
¿Qué sentido tiene hacer promesas que uno no va a cumplir?
Cuando pensamientos de este tipo asoman pasadas las Navidades, la nostalgia de un tiempo en el que reinaba la inocencia, la confianza y la fe en el futuro arrasa con cualquier estado de ánimo. Alto es el precio que hay que pagar por la sabiduría y por el conocimiento de los seres humanos. Alto es el precio que hay que pagar por poder mirar la realidad a la cara. Al final, ser fatalista es el resultado de haber pasado muchas cosas, de haber sufrido muchas otras, de haber padecido infinitas decepciones.
Y aún así hemos de saber que no se premian los sentimientos en este mundo nuestro, y mucho menos ese tipo de sabiduría. Para las risas y las fiestas sobran en el entorno seres que se apuntan a alzar las copas. Mas cuando las cosas se tuercen, la mayoría desaparece. Solo un pequeño puñado de personas permanece a nuestro lado, esas por las que vale la pena luchar, esas por las que vale la pena sonreír, las que perdonan, aceptan y dan su calor sin esperar nada a cambio. Benditas sean.
Cuando el tiempo se diluye, solo queda la nostalgia. Y lo único que uno desea en este nuevo año es que cada cual tenga lo que se merece. Ni más ni menos. Y que la vida nos de la oportunidad de contemplarlo.