Por @SilviaP3
Con frecuencia escuchamos que cuantos más años pasan, menos paciencia tenemos. Suelen decirlo aquellos que también afirman que el transcurso del tiempo nos vuelve más exigentes. Siempre he relativizado tanto una afirmación como la otra. Al fin y al cabo, algunos hemos tenido esos niveles de exigencia toda la vida, así que poco nos puede afectar. En cuanto a la paciencia, vale la pena recordar que es la experiencia la que consique que no perdamos tiempo en aquello que, con una mirada lógica y la sabiduría adquirida por los años, sabemos cómo se desarrollará o cómo se resolverá.
Por lo demás, es precisamente el tiempo, para aquellos que somos conscientes de su valor, el que nos lleva a mostrarnos, en ocasiones, ansiosos, hastiados, decepcionados o puntillosos a la hora de organizar su gestión. Piensen que el día tiene veinticuatro horas para todo el mundo, pero no todos las aprovechamos igual. La pose que adopta cada persona con respecto a las manecillas del reloj es bastante reveladora, tanto de su actitud ante la vida como de sus valores. Porque si hay algo que requiere tiempo por encima de todo son las relaciones humanas.
Así, hay personas que creen que tienen toda la vida por delante para hacer lo que deseen, e incluso las escuchas afirmar que harán tal o cual cosa cuando se jubilen, como si supieran con absoluta certeza que van a estar vivos y sanos dentro de diez, veinte, treinta o cuarenta años. Hay otras que piensan que su tiempo es más valioso que el de aquellos que les rodean; y que siempre les parecerá mal que uno les haga pagar con su misma moneda, porque eso de «no hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti» no va con ellos. Hay algunas más que se dejan arrastrar por el entorno convecional, por un lado, y por los instintos más primarios por otro, y dejan pasar su existencia de la forma más plana posible, hasta que el destino, el azar o lo que ustedes quieran sacuden sus cimientos y se les cae la casa encima.
Seguramente, esta reflexión sobre el tiempo siempre acude a estas líneas cuando los árboles encienden y apagan sus luces en las ventanas, cuando las de la calles iluminan con colores las aceras. Y aunque pueda parecer que hay muchos adultos que ya habrán pensado, razonado o enfocado este asunto en la cotidianidad de sus vidas, sigue sorprendiendo descubrir que no es así. Podría decirse que muchos prefieren no pensar en estas cosas. Suelen ser los que nunca asumen riesgos, los que buscan la eterna coartada de evitar un enfrentamiento para jamás tener una conversación en la que muestren realmente sus ideas, emociones o sentimientos, sean del tipo que sean.
Por el contrario, aquellas personas que aprecian cada segundo de su vida, con pasión, con ganas de comerse el mundo a cada paso, con las ansias de aprender y de descubrir, y con la sabiduría de aprovechar lo poco que tienen del modo que puedan, jamás eluden mostrarse con aquellos que de verdad les importan; hecho que a los que habitan sus jaulas interiores aterra. Porque si hay algo que aprendemos con los años es que vivir es asumir riesgos; y quien no los asume, quien no toma decisiones, quien deja que sea el tiempo o los demás quienes decidan por él, al final, no ha vivido o, cuando menos, lo ha hecho a medias.
Para muchos de nosotros el fracaso no es hacer o decir cosas y que salgan mal, al contrario, el fracaso es no hacer nada. Y no hacer nada, que no se nos olvide nunca, también es una opción, así que jamás será una excusa. Otros nos arriesgamos, erramos, acertamos, aprendemos, nos caemos, levantamos la cabeza, damos otro paso y volvemos a andar. Vivimos. Quien simplemente camina, seguramente, tendrá más paciencia, le afectarán menos las cosas, llorará menos, tendrá menos problemas y le harán menos daño; pero también reirá menos, no sentirá pasiones, amistades profundas, veneraciones ni momentos de gozo, alborozo o locura, o esos instantes de infinita dicha o de pequeñas e intensas alegrías que nos llevan a saltar, aplaudir, gritar y abrazarnos como locos con la gente que nos ama y a la que amamos.
Cuando esas personas observan a las llenas de vida, asemejan no comprenderlas. Algunos miran con envidia. Otros parecen desear ser como ellos, e incluso se piensan que, si se arriman, se contagia. Algún osado pregunta cuál es el secreto. ¡Cómo si hubiera un secreto!
Realmente, todo es más fácil de lo que en realidad creemos, tan simple como utilizar uno de los mayores poderes que tenemos: la palabra.
El poder de las palabras es increíble, tanto que hay que tener valor para usarlo. Hay que mostrarse. Hay que expresarse. Hay que atreverse. Seguramente, este sea uno de los grandes problemas de las relaciones personales de nuestro tiempo: la comunicación.
Muchas personas no hablan y, a veces, ni siquiera escuchan. Otras no quieren saber, ni siquiera lo que piensan ellas mismas, por lo que escapan de la soledad como de la peste, no vayan a escuchar el eco de sus propias mentes. Lo cierto es que poner nombre a las cosas nos hace darles poder. Una palabra puede herir como una espada, pero también puede despejar un cielo cubierto de nubes.
Hablar significa correr riesgos. Correr riesgos es vivir. El mundo, cada vez más, parece dividirse en ambos bandos. Los que hablamos y luchamos por vivir, cada día, sabiendo que no tenemos ni idea de cuánto tiempo nos queda ni de cómo van a evolucionar las cosas, pero preocupándonos por los demás y por sus necesidades; y los que callan, sin atreverse a salir de una burbuja desde la que observan al resto del mundo, ya sea por miedo, por cobardía o por pura comodidad. Con frecuencia, estos últimos hacen daño a los primeros, que tendrán que escuchar cómo los acusan de no tener paciencia y de ser exigentes, cuando, en realidad, deberían de comprender ellos mismos que es imposible relacionarse con alguien que está dentro de una burbuja o de una jaula interior que se construye para aislarse del mundo. Es imposible entablar un diálogo con el silencio, además de exasperante.
Nadie puede saber lo que no decimos. Nadie puede adivinar lo que pensamos. Por más que conozcamos a una persona y creamos que acertamos en sus contestaciones futuras, desengañémonos, de seguro, habrá ocasiones en que nos equivoquemos y nos sorprendan con creces. Respetemos su derecho a responder como deseamos respeten el nuestro. Así pues, la próxima vez que acusen a alguien de no tener paciencia, analicen bien qué es lo que están haciendo y cómo para que eso sea así. No vaya a ser que estén culpando a otro de sus propias faltas. Y si quieren saber qué se le pasa por la cabeza, asuman el riesgo y pregunten. Hasta el momento no hay otra forma de relacionarse. No somos telépatas.