Por @SilviaP3
Hablar de sinceridad en un tiempo en el que la mayoría de las personas adoptan falsas poses para la consecución de sus intereses, sin importar si sus declaraciones son verdad o mentira, parece una osadía en este mundo nuestro. Sin embargo, tal vez por eso, deberíamos recordar una cualidad a menudo olvidada.
No fui la única educada en el respeto y la honestidad a la palabra dada. No fui la única educada para recordar que, en el trato con los otros, si no tienes nada agradable que decir, no lo digas, pero jamás mientas. No fui la única educada en recordar que debemos tratar a los demás como nos gustaría que nos trataran a nosotros mismos. Y aunque no fui la única educada así, parece que cada vez somos menos los que tenemos en cuenta aquellas enseñanzas.
Si los encantadores de serpientes que nos rodean en todos los sectores de nuestra vida son abundantes, los aduladores que solo buscan alimentar su propia satisfacción personal, sea del tipo que sea, no son menos. Después de todo, algunas personas están tan habituadas a actuar de la forma que la sociedad espera de ellos que ni siquiera saben qué es lo que desean realmente. Así las cosas, en las relaciones personales, las palabras se convierten en vanas y los hechos son los únicos que tienen peso. Es una pena. Todos los que amamos el lenguaje, desde los escritores hasta los lectores, desde los filólogos hasta los filósofos, pasando por todo tipo de bibliófilos, aficionados e intelectuales, no podemos evitar entristecernos al comprobar cómo se le vilipendia, cómo se hace perder el valor a aquellos vocablos y a aquellas frases que deberían tenerlo todo.
La sinceridad es la gran ausente. La mayoría espera complacer a todo el mundo, sin comprender que así acabará por no complacer a nadie, y uno se pregunta si en medio de esas mentiras o de esas verdades que dicen en broma, se encuentra la única realidad de que viven engañándose a sí mismos, siendo ajenos a la mentira porque no la identifican como tal.
Piensen un poco. Seguro que conocen a un montón de buenas personas que tienen la peligrosa costumbre del autoengaño. No hace falta ponerles una venda en los ojos. Ellos mismos se la colocan cada día voluntariamente. Tal vez, tengan miedo a vivir sin ella. Tal vez, sea más fácil autoengañarse y decirle a los demás lo que esperan oír sin necesidad de pararse a pensar si uno desea decirlo o no. Lo cierto es que para poder ser sincero con el mundo, primero hay que serlo con uno mismo.
Las costumbres y los convencionalismos nos apresan ahora por partida doble, tanto en la vida online como en la offline. Miramos a nuestro alrededor intentando lidiar con todo ello. Luego, descubrimos que, aun cuando se han multiplicado algunas alegrías, las decepciones se llevan la palma a la hora de descubrir las dobles caras, las falsas apariencias y la frivolidad de muchos de los que nos rodean. Confieso que nunca lo he entendido. Siempre me ha parecido más complicado y agotador vivir siendo esclavo de las mentiras y de las conciencias de los otros, que hacerlo siendo honesto con la propia. Cargarse de cadenas y terminar convirtiendo la propia existencia en una doble vida resulta deprimente y, en los tiempos que vivimos, completamente innecesario. Pero tanto la libertad como la honestidad tienen un precio.
La sinceridad, por más que la utilicemos con extremo cuidado para decir las cosas sin herir a los otros, requiere valentía y transparencia; no es uno de esos caminos fáciles tan de moda ahora. Además, no nos engañemos. Cuando se habla de sinceridad parece que lo que uno tiene que decir siempre es desagradable. Y no es cierto. Precisamente quien más se esconde en las mentiras o practica el autoengaño, menos capacitado suele estar para hablar con el corazón, exponerse verdaderamente a aquellos que le importan, transmitir las cosas bellas. Porque exponerse implica el máximo de los riesgos. La amistad de verdad, así como el amor, requieren mostrarse vulnerable. Quien no sigue esa premisa, pierde una las facetas más maravillosas de la vida, uno de esos tesoros que no pueden comprarse con dinero. Por si fuera poco, seguramente habita un limbo en el que observa a los demás danzar sin haber escuchado jamás la música, no pidan ya que la comprendan.
Seamos sinceros. Vivamos pues. ¿Creen que importarán realmente todos esos convencionalismos que les atan dentro de cien años? ¿Creen que complacer a otros les hará sentirse bien cuando, dentro de veinte años, comprendan que no han vivido la vida que ustedes querían vivir y que ya no hay marcha atrás? ¿Acaso creen que tienen todo el tiempo del mundo? ¿Todavía no han aprendido que solo poseen este mismo instante en el que están leyendo estas líneas?
Siempre he sido sincera. No es una pose. Ya les digo que hay que pagar un precio; a veces, un precio muy alto. Sin embargo, reconforta cuando aquellos que te conocen íntimamente desde hace décadas te dicen que cada uno de tus párrafos es exactamente igual a cuando te oyen hablar cara a cara, y te elogian por tu sinceridad y tu coherencia. Pero no siempre es así.
A medida que pasan los años, hay mucha gente que se va quedando por el camino, precisamente porque desprecia aquello que otros alaban. Esas personas que practican el vicio del autoengaño, que por las mañanas antes de la camiseta se ponen la venda en los ojos, aborrecen que alguien aparezca para quitársela y exponerles ante el mundo sin su disfraz. Mas uno es quien es y así ha de ser aceptado. Y no dice jamás lo que no se le pregunta, pero si se le inquiere, no esperen que una persona sincera les diga lo que ustedes quieren oír. Es más, si verdaderamente les quiere, les dirá lo que es necesario que oigan, aunque después respetará por completo lo que ustedes decidan hacer. Ya les digo que normalmente los que se autoengañan suelen rodearse de una caterva de aduladores que son como ellos. Como resultado, a los que nos mostramos honestos nos causa siempre dolor y decepción descubrir cuando alguien que creíamos verdad es en realidad una mentira, ya sea porque lo fue siempre, ya sea porque se ha convertido en ella.
Por ese motivo, cuantos más años tienes y más personas te decepcionan en su transcurrir, más aprecias y valoras a ese pequeño puñado, sincero y honesto, que jamás lo ha hecho. Los que por cómo eres, y a pesar de cómo eres, siempre están ahí, siempre se exponen, siempre te aguardan y apoyan. Y jamás te traicionan.
Cuiden a esas personas. Sin ellas, estamos perdidos.