Eloy Tizón no tiene culpa de lo que se haya escrito sobre Técnicas de iluminación. Pero, aunque he intentado abstraerme de las reseñas aparecidas poco después de la publicación de este libro de relatos, lo cierto es que lo compré animado por el aura de imprescindible que fue adquiriendo durante los días siguientes a su aterrizaje en las librerías y eso ha condicionado mi impresión. «Eloy Tizón es el mejor cuentista español de todos los tiempos» o «Parecía imposible que llegara el día en que un cuentista español escribiera un libro de relatos mejor […]. Y lo ha hecho» son elogios que han lastrado mi lectura. Técnicas de iluminación me parece un buen libro de relatos, pero prologado por un entusiasmo generalizado, a veces felatorio, me ha dejado turbado por no haber alcanzado el orgasmo durante su lectura.
Insisto en que Tizón no es responsable.
En cambio sí es suyo el mérito de haber alumbrado un volumen de cuentos en el que las diez piezas son de una calidad notable. Es común a todas la profundidad, acaso acuática, ese agua en la que nada la muchacha de la portada, la luz líquida que se difumina hacia una oscuridad verdosa y abisal. Una hondura perspicaz. La voz narrativa, en primera persona, nos sumerge en ella misma a partir de lo que explicita y de los silencios que contornea. Y eso de perfilar vacíos encandila a quien les escribe, más aún en este tiempo en el que parece que se busca la originalidad trivial y se visten las moderneces de vanguardia. Aludir a lo no escrito sí es un buen invento.
También en algunos de los cuentos de Tizón aprecio una búsqueda de la innovación que no quiero suponer vacua, aunque al girar la última página aún no he acabado de discernir si es más efectista que significativa. «Fotosíntesis» por ejemplo, suena pretencioso, a ratos, demasiado musical. Estéticamente, sintácticamente, recuerda a la prosa poética y se desmarca de la narración stricto sensu. Se trata de una reflexión íntima más que de una historia contada, lo que no tiene porqué ser malo. Contiene también alguna oración que parece escrita expresamente para ser recogida como epígrafe por otros cuentistas y eso sí rechina. «Vivir es vibrar». Un poco manida, por cierto. O, bastante más sugerente, «la tarjeta del buzón es la confirmación de un fracaso».
Claro que ya irán descubriendo ustedes que soy bastante rácano con las voces en primera persona. A todas les encuentro una nota de falsedad (a algunas siete u ocho. O doscientas). No me gustan. Son una trampa para narradores con alma de poeta, la excusa perfecta para ponerse divagador y melindroso. Con todo, las de Técnicas de iluminación, siendo excesivamente líricas –melifluas o contorsionadas– en determinados momentos, puede uno llegar a creérselas gracias a un muy buen sentido del ritmo y a la suavidad con la que fluye el texto.
En lo que destacan, por encima incluso del ritmo, los mejores cuentos de Tizón es en su capacidad de evocación. «Ciudad dormitorio» merece comentario a parte. Evocador, sí. Y mucho más. Es un cuento que debería hacerse leer a todo el que quiera dedicarse al género. Si «Nautilus» alecciona sobre cómo empezar un cuento y cómo atizarle un martillazo en los dedos al lector y «Alrededor de la boda», a propósito de cómo tirarle anzuelos cebados con empatía, del tercer cuento de Técnicas de iluminación uno puede aprenderlo todo. Hay algunos relatos que he releído decenas de veces con el convencimiento de que puedo mejorar algún aspecto de mi escritura fijándome de nuevo en ellos. «Toda esa sangre» de Calcedo, «Los ancestros» de Menéndez Salmón o «Estancos del Chiado» de Clemot son lecciones magistrales. Les añado «Ciudad dormitorio» de Tizón. Una pieza tan redonda –fluida, sugerente, plástica– de la que uno aprende por contagio y disfruta sin darse cuenta.
Pero pese a todo el aprendizaje y el gozo –Técnicas de iluminación es una experiencia lectora deliciosa– no escribiré en colores y caja alta que es la obra más grande la literatura española después del Quijote. Porque (acabo así esta crítica inaugural por aquello de que me vayan conociendo y sepan a qué atenerse cuando juzgo) todavía no he leído un libro sin imperfecciones, como tampoco creo que los haya cien por cien vomitivos y vilipendiables, cuya escritura haga merecedor al autor de ser vejado por el crítico de turno. Será que soy un tibio. Considerando esos dos extremos, mi opinión resumida sobre el libro de Eloy Tizón es que se trata de un excelente volumen de relatos que exhibe muchas virtudes y un pecado de cierta afectación lírica.