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Regalo poesía

Nunca fui fanática de la poesía, pero no por gusto sino por impotencia. Antes solía leer a autores como Espronceda, Bécquer, Neruda, Lorca, Manrique, Unámuno, T.S. Eliot, Cernuda o Alberti, entre otros pero como escritora me frustra no ser capaz de escribir  poesía. De decir tanto con tan poco, encontrar las palabras adecuadas y justas para expresar cualquier sentimiento y hacerlo con arte. De hacer bailar figuras retóricas con gracia y desnudar el alma en cada verso.  Relato, ensayo, novela, cuento, soy capaz de abordar estos géneros y hacerlo decentemente, pero la poesía se me resiste como el ballet clásico a los chicos que practican break dance.

Lo he intentado, juro que lo he intentado, pero mis estrofas se parecen más a una mala canción rapera que a un poema y mi lectora interior los desecha sin miramientos. Esa frustración me llevó a dejar de leer poesía durante mucho tiempo y centrarme en la narrativa. Sin embargo, la poesía ha vuelto sola a mi vida, se ha colado casi sin darme cuenta y he hecho las paces con ella, ahora vuelvo a leer poesía pero he dejado de intentar escribirla, prefiero disfrutarla y dejar que la escriban los que han nacido para ello.

Los culpables de que vuelva a leer poesía son poetas de hoy que he conocido personalmente.

Primero descubrí a Jose Manuel Gallardo en un recital-concierto en el que los versos y la música nublaron mis sentidos. Ha publicado Números rojos, Límites y Dos poemas y un caféportada-imagen1

Un ejemplo de Límites:

Remo muerto a manos de su hermano
por no respetar la línea fronteriza
que éste trazó.
Horacio Clorita defendiendo un puente
frente a la barbarie,
convertido en héroe.
Julio César, cruzando el Rubicón,
ya sin vuelta atrás
(alea iacta est).
Mi indefinida espera frente a tu portal,
frontera infranqueable
que nos une y nos separa.

Después conocí a un trovador urbano que repartía pequeños papeles poéticos a cambio de la voluntad. Estaba en una terraza de Lavapiés con una amiga y pasó mesa por mesa recitando sus poemas, al principio nos pareció un loco ‘gritón’, pues se emocionaba recitando y se le podía oír sin llegar a entender que decía. Llegó el momento y se acercó a nosotras, nos preguntó si podía recitarnos algo de lo que había escrito y le dijimos que sí, pero con una condición, que no gritara, que nos recitara algo más suave que a los de la otra mesa. Y así lo hizo, nos dejó embobadas con sus poemas con nombre de mujer y nos arrancó sonrisas con sus irónicas estrofas. Se llama Diego Mattarucco y suele andar por locales del centro recitando piezas que aún ganan más en gracia cuando él las interpreta.

El vector de la victoria:

La victoria es la gran bacteria que provoca la histeria de nuestra historia;
no estaría esta histeria sin este afán de victoria.
Vivimos bajo el vector de la victoria, forzados a ser gestores de nuestra historia;
“haz tu victoria, haz tu victoria”, nos torean y nos vitorean,
mientras nos atan a sus tareas y no nos dejan escapatoria.
Nos dan anhelos pero nos anulan, nos dan premios que nos oprimen,
nos dan modas… y sí dan medios, sus medios,
para que medie entre todos su dada medida,
para que nos acomodemos y les demos y les demos
y veamos como nuestra su victoria.
“Consuma, consuma con sumo afán, adéudenos, denos.
Progrese, progrese, acreciente sus ingresos y…”

(fragmento)

Por último conocí a Álvaro Petit, cuando le comenté que me resultaba dificilísimo escribir poesía, él me contestó: “A mí me parece más difícil escribir una novela”. Nos echamos a reír y quise apuntarme el nombre de su poemario para leerlo, pero entonces me regaló su ópera prima Once noches y nueve besos y me dijo: “La poesía no se compra, se regala”. Acabo de terminar de leer la obra de Álvaro y sigo pensando lo mismo: El poeta no se hace, nace. Os dejo un fragmento de su libro:

¿Por qué gimes, alma mía? No

lo dudes, eres doliente, y lo

serás en lo que resta. Tus

heridas no se cerrarán hasta que

vuelvas a tu verdadera Morada.

¿Por qué lloras? No me llores

más, querida mía, que me

deshago. Dime, dime, por favor,

cómo puedo secar tus lágrimas.

Alma mía, rostro mio. No me

llores más, que estoy muriendo

por tu llorar. Resuenan en mis

tripas aún tus clamores de

perdón, el sonido de los grillos

de tus extremidades.

Tapona ya tu herida, no

permitas que la hemorragia se

reavive y te consuma. Dime,

alma mía, rostro mío, qué debo

hacer para que cese tu agonía.

 

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