La Oruga y Alicia se estuvieron mirando un rato en silencio: por fin la Oruga se sacó la pipa de la boca, y se dirigió a la niña en voz lánguida y adormilada. -¿Quién eres tú? -dijo la Oruga. No era una forma demasiado alentadora de empezar una conversación. Alicia contestó un poco intimidada: -Apenas sé, señora, lo que soy en este momento… Sí sé quién era al levantarme esta mañana, pero creo que he cambiado varias veces desde entonces.
El peculiar Lewis Carroll, criado en un estricto hogar puritano, escribió Alicia en el País de las Maravillas para una niña de cinco años llamada Alicia Liddell, dejando de lado las motivaciones del autor por la musa de su inmortal obra y su afición por rodearse de niñas pequeñas. Lo que me interesa de Carroll es: Cómo logró crear un mundo irreal y paradójico que encierra turbulentos secretos suyos y aún así hacernos creer en su país de las maravillas.
Bueno, es sabido que los escritores de ficción cabalgamos continuamente entre dos mundos, el real y el imaginado. La mente nos permite viajar hasta galaxias lejanas, saltar en el tiempo y conocer lugares y personas que sólo existen en nuestra imaginación, para después dejar que otros recorran esos recónditos parajes y alternen con nuestros queridos personajes. Sin embargo, como le pasaba a Carroll, a veces esos lugares a los que llevamos a los lectores pueden esconder una puerta a nuestros secretos más oscuros. Todo escritor esconde enigmas inconfesables entre sus líneas que sólo algunos lectores muy suspicaces, o que conozcan bien al autor, pueden llegar a intuir. No siempre se esconden incógnitas propias, a veces también rebelamos cifradamente secretos de nuestro círculo sin llegar a poner a nadie en un compromiso. Un escritor de ficción debe saber desnudarse frente a su máquina de escribir y vencer el pudor o el miedo a ser juzgados por nuestros personajes, ponerse la careta de cada uno de ellos y derribar los muros donde radican las limitaciones que frenan nuestra creatividad.
Ahora me encuentro escribiendo una novela de ficción y su protagonista ya empieza a cobrar vida, hay días que la odio y otros en los que me despierta cierta ternura a pesar de su insufrible maldad. En ese momento, cuando el personaje escapa de tu cabeza y él mismo te dice por dónde quiere ir, es cuando te sientes como el Doctor Frankenstein y se te escapa la risa diabólica ante tu nueva creación. Reconozco que me encanta ejercer de periodista y ceñirme al rigor de la realidad pero no hay nada tan satisfactorio para un escritor como crear un personaje y sentir que comienza a tener autonomía sobre sus propias decisiones.
“La literatura no es otra cosa que un sueño dirigido”, Jorge Luis Borges.
Es cierto, aquellos que hemos pasado por el sentimiento de odio para algún personaje entendemos bien de lo que hablas. Peor cuando se odia al protagonista y el antagonista te empieza a resultar más simpático.
Lo peor es cuando todos los personajes te perecen de un cursi insoportable…
Escribir un libro debe ser una experiencia maravillosa. Te puedes sentir como una deidad que controla todo y a todos. Casi sobrenatural. Y una cuestión de pura envidia para aquellos (como yo) que jamás saldremos de las páginas de un libro cuyo autor no conocemos. Muy buen artículo. Saludos.
Gracias Gerardo por el comentario, otro saludo para ti.