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La rubia del deportivo

Quien no ha tenido que abandonar a las diez de la noche su mesa de la redacción para acudir a un piso de un barrio periférico en el que un marido despechado acaba de degollar a su suegra, no puede decir que sabe lo que es el periodismo. La crónica de sucesos, ese género tan denostado por muchos y tan poco conocido por la mayoría, es lo que más y mejor curte a un profesional de la información, según aseveran los más avezados veteranos y podemos atestiguar quienes, por una u otra causa, tuvimos que manchar nuestra pluma con la sangre de algún crimen del que fuimos inesperados testigos y notarios y cuyos pormenores nos vimos obligados a relatar para, en la medida de nuestras modestas posibilidades, amargarles el desayuno a los confiados lectores que a la mañana siguiente abrirían el periódico al olor del café recién hecho.

Margarita Landi, claro, sabía todo esto porque, unos pocos años antes de cumplir la cuarentena, decidió que a partir de ese momento su carrera iba a curtirse en los tortuosos vericuetos que dibujan los siempre arriesgados caminos del delito. Nacida en Madrid en 1918, de unos padres que le dieron en bautismo el nombre de Encarnación Margarita Isabel Verdugo Díez, halló la horma de su zapato en 1955, cuando el destino quiso ponerla en contacto con el editor asturiano Eugenio Suárez, que acababa de fundar el diario El Caso, para marcar en el mismo instante de las presentaciones el comienzo de una andadura triunfal y heterodoxa. Seguro que a la Landi ni se le ocurrió sospechar en sus principios –cuando sus reportajes se ceñían a temas de alta costura y sociedad y veían la luz en medios como el rotativo Informaciones o las revistas Esfera Mundial, Gaceta Ilustrada y La Moda en España– qué aureola iba a rodear su recuerdo cuando le tocara incorporarse a la posteridad, pero lo cierto es que la imagen que ha perdurado de su vida y sus andanzas es, mayormente, aquélla que de ella tenemos los de mi quinta, que aún éramos unos zagales imberbes cuando la veíamos en la televisión con el pelo rubio cardado y una imperecedera pipa posada en sus labios y escuchábamos esas palabras roncas y certeras con las que se refería asuntos que a nuestra corta edad resultaban casi innombrables. No sabíamos entonces, pero lo supimos después, que aquella señora que tan poco tenía que ver con nuestras abuelas había sido una auténtica pionera, una de esas mujeres que, acaso sin proponérselo, marcan una época y abren nuevos surcos en los que sembrar la semilla del porvenir de sus congéneres.

Porque cuando Margarita Landi se estrenó en eso del periodismo de sucesos, no es que fuera inusual encontrar a una mujer ocupada en tales menesteres; es que, sencillamente, no había ninguna. De ahí que sus apariciones en descapotable por la Gran Vía supusiesen, en su día, todo un acontecimiento y también una fuente de dimes y diretes que armaban tanto ruido como los ecos que sus reportajes en El Caso dejaban en las conciencias de sus lectores. No es un mero subrepticio poético: si el periodismo de sucesos es hoy un género endiabladamente complicado, cómo debía de ser en una época en la que las certezas se administraban con cuentagotas y las verdades brillaban por su ausencia. Landi, que había enviudado a la tierna edad de 20 años, supo sobreponerse a las adversidades, hacer de la necesidad virtud y usar sus crónicas para dar, hábilmente camuflados entre líneas, indicios de que la realidad no era eso que a los españoles se les contaba desde las instancias oficiales, sino otra cosa muy distinta. La rubia del descapotable terminó contribuyendo de modo muy significativo a que aquel rotativo que, precisamente por ser considerado poco o nada serio –no hay más que recordar las chanzas de que fue objeto cuando la democracia se adentraba con paso firme en nuestra Historia y él daba sus agónicos estertores–, podía permitirse ciertas licencias con las que abrir una serie de rendijas por las que se colara la sospecha. Ahí radica el principal valor de su legado, y también la razón de que, una vez clausurado el periódico que le había dado nombre, fama y algo de fortuna, fuese requerida para incorporarse al plantel de colaboradores de Interviú –otra publicación confinada en los rincones de la ortodoxia de su tiempo– y de que más adelante firmara brillantes apariciones televisivas en programas como La Palmera, Código Uno, Así son las cosas y Mis crímenes favoritos.

Margarita Landi, tan cosmopolita, eligió Gijón para pasar sus días postreros, aunque los achaques de la edad y el alzhéimer terminaron situando el escenario de su último suspiro en una residencia de ancianos de Albandi, en el vecino concejo de Carreño. Su muerte, a principios de 2004, la obligó a abandonar su papel de referente para pasar a convertirse en protagonista de una leyenda, ésa que habla de cómo una mujer, a bordo de un descapotable a todo gas por el corazón de la Gran Vía, se atrevió a desafiar, con la única ayuda de su máquina de escribir y su talento, unos cuantos dogmas de las grisáceas leyes de prensa del franquismo.

 

[Artículo publicado originalmente el 9 de julio de 2013 en el diario A Quemarropa, medio oficial de la Semana Negra de Gijón, con motivo de la presentación de la novela En tierra de lobos (Ediciones B), de Luis García Jambrina]

 

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