Al igual que ustedes, yo, soy también, la tele que vi; porque todos, además de la materia que nos envuelve, estamos hechos de recuerdos.
La Televisión Española emitió por primera vez desde un inmueble del Paseo de la Habana en 1956. Posteriormente, en 1964, se trasladó la grabación y emisión a los estudios de Prado del Rey, y no fue hasta 1966, cuando se inició la programación en una segunda cadena, la que se conoció popularmente como UHF.
Aquellos años del desarrollismo no permitían que cada familia tuviese un receptor de televisión, ni siquiera, en las grandes capitales. Una imagen ésta, reflejada de forma sublime, en una memorable escena de la película La gran familia; interpretada entre otros grandes actores por Alberto Closas y Amparo Soler Leal –que nos ha dejado para siempre hace apenas cuarenta y ocho horas–, junto a Pepe Isbert o José Luis López Vazquez. En esa secuencia que les refiero, esa familia numerosa, se reunía frente a una ventana para ver desde casa, la televisión del vecino.
No podía ser de otra manera, pues aquellos primeros televisores Vanguard y Telefunken, estaban al alcance de muy pocas familias.
A finales ya de los sesenta, empieza la producción de series dramáticas de factura nacional. Imposible citarlas a todas, como imposible también, negar la indiscutible calidad de algunas de ellas, que han quedado impresas en la memoria colectiva de los españoles.
Cómo olvidar aquellos soberbios capítulos de Estudio 1, el intrigante misterio que envolvía cada emisión de Historias para no dormir, del irrepetible maestro Narciso Ibañez Serrador–, y las inolvidables adaptaciones de El Conde de Montecristo, que encumbró al magnífico actor Pepe Martín o Los tres mosqueteros, que sirvieron para afianzar a un valor en alza de la época como fue Sancho Gracia.
Actor éste último, que mojó en el plato de la popularidad con una serie efímera pero innovadora para su tiempo. Hablo de Los camioneros. Una sucesión de aventuras cotidianas de un profesional del volante, que avanzaría en el tiempo la visión televisiva de otras profesiones humildes y que sirvió de ejemplo para rodar, decenios más tarde, series sobre periodistas o policías.
No es de extrañar por lo tanto, que poco tiempo después, Sancho Gracia fuese el elegido para protagonizar la serie Curro Jiménez, una producción mítica, cuya sintonía de cabecera la tararea perfectamente cualquier español que tenga más de cuarenta años.
Hoy, ya en otro milenio, cuando a las series de televisión que se emiten en esa franja horaria denominada prime time, se las llama sitcoms (comedias de situación) albergo serias dudas de que los avances técnicos y el vertiginoso cambio de la sociedad –que proporciona incontables nuevos argumentos a los guiones–, lleven aparejado un incremento de la calidad de las mismas.
Salvo honrosas excepciones hay mucha furrufalla, y son ya decenas las producciones que han pasado sin pena ni gloria por las pantallas y otras tantas, las que ni se van a estrenar.
No estoy seguro de que el buen nivel de las series actuales sea directamente proporcional a la aceptación del público. No nos engañemos, en demasiadas producciones se cae en la reiteración de estereotipos sociales, se abusa de lo soez y no se escatima la solución de presentar a un actor enseñando el culo –filmar hoy a una actriz en esa situación es machista–, recurso éste último que viene a ser, hacerle un calvo a la audiencia, pensando que un desnudo gratuito puede salvar unas décimas de share.
No reparamos en que en las décadas pasadas, sin tantos medios, sin tanta subvención y con una férrea censura de los contenidos, se conseguía rodar producciones de una calidad espléndida.
Afortunadamente, nos quedan los buenos actores.
Se renuevan las generaciones y descontando a los yogurines insípidos y a las barbies tetonas, el plantel de buenos intérpretes está asegurado. Prueba de ello, es el actor William Miller, de una versatilidad pasmosa y que le imprime tanto carácter interpretativo a sus inflexiones y a sus silencios, como a sus diálogos.
O Blanca Portillo, que domina la comedia y el drama como pocas actrices pueden llegar a imaginar en sus carreras.
Creo, para terminar, que productores y distribuidores deberían apostar por las series históricas tipo Isabel y por la puesta en escena de grandes obras españolas del realismo y del naturalismo, para asegurarse éxitos de audiencia –recordemos la maravilla costumbrista de Los gozos y las sombras–, y también, para darle al público la oportunidad de aplaudir la idea de sentirse involucrado en su propia literatura, que es lo mismo, que verse a sí mismo, como espectador de su propia historia.