Suelo volver a mi tierra por verano. Esta circunstancia impregnará mis columnas de cierto sabor a salitre durante las tres próximas semanas.
La vuelta al terruño me supone el reencuentro con la mar y con sus hijos.
Mis hermanos.
La mar –al igual que otras madres que nos enseñaron los clásicos–, tiene hijos biológicos y también, otros hijos, a los que llamaremos: postizos.
Los primeros nombran a su madre, siempre, como: “la mar”.
Los segundos, la llaman de cualquier manera; el mar, los mares, el océano y últimamente se usa mucho la frase: “¡joder tío! ¿Que pasada el agua, no?…”
Los hijos que han echado los dientes cerca de su madre, la aman y la respetan y por lo general, callan, cuando vienen sus hermanos de pega a darles lecciones que todavía no han aprendido ellos mismos; entonces la mar, demuestra su autoridad y deja en evidencia a aquellos que, no habiendo nacido junto a ella, presumen de conocerla.
Hasta donde sé, soy tataranieto, bisnieto, nieto, hijo y hermano de marinos. Nací en el antiguo Hospital de la Armada de Cartagena (hoy Universidad), me crié en las Casas de la Marina, estudié en colegios e institutos de la Marina y con dieciséis años, me quité los pantalones cortos, para cambiarlos por el uniforme de de la Armada. Me formé en una academia de Marina y ocho años navegando, me sirvieron para conocer a la mar con bastante fundamento; aunque nunca se puede llegar a saber todo de ella y ese, es parte de su encanto. Lo mismo que nos gustan a los hombres las mujeres sin pasado.
Durante los años que estuve embarcado realicé todo tipo de navegaciones y llegué, por razones de mi cargo en el puente de gobierno, a plantear singladuras llamadas <de cajón grande>; como la que nos llevó en su día a cruzar el Estrecho de Mesina para atracar primero en la isla de Creta y después de tocar el puerto del Pireo, en Atenas, volver a España cruzando el Canal de Corinto.
He visto de casi todo en la mar, pero lo fundamental, es que aprendí a leerla y sobre todo, aprendí a respetarla.
Me licencié y convalidé mis estudios náuticos por el título de la Marina Mercante que me faculta a poder embarcarme de nuevo, si así lo quisiera, como oficial de puente en cierto tipo de buques con un tonelaje determinado; y aunque nunca hay que escupir al cielo, de momento prefiero seguir navegando en las redes sociales y volcarme en mi faceta literaria, a la que reencontré, aguardándome fiel en puerto, después de tantos años varado tierra adentro.
Como pueden comprobar, sé de lo que les voy a hablar a continuación, por lo tanto, no caeré en el error que nos recordaba el gran Juan Goytisolo, cuando vino a decir algo así como que: “lo corriente en España, es que mucha gente habla de lo que no tiene ni idea”. Yo le pondría el contrapunto: ni puta idea.
A lo que vamos. No sé si ustedes reparan en las noticias que aparecen puntuales en época veraniega, acerca de rescates de embarcaciones de reducida eslora que se han hundido por múltiples circunstancias y un elemento común: el infantilismo incurable de los adultos que las pilotaban.
Los protagonistas de esas desafortunadas crónicas, son, en su práctica totalidad, marineros de agua dulce.
Inconscientes con un titulín, que han realizado un cursillo –a todas luces insuficiente–, para adentrarse en la mar, aunque sea a una miserable docena de millas de la costa.
Miren, la mar no entiende de calificaciones académicas, si se pone puta, se pone puta para grumetes y capitanes, y cuando eso sucede, o sabes lo que tienes entre manos y donde estás, o a tragar agua, amiguito.
El problema siempre se agrava, porque generalmente, el <lobo de mar>, no sale solo a navegar –así no puede fardar de sus amplios conocimientos marineros–, sino que se hace acompañar de la esposa, dos críos pequeños, suegra y perrito yorkshire; y como les decía, cuando la mar se pone brava, es cuando a los señores de Tontinez, les vienen las madres mías.
Y los lloriqueos por canal 16.
De hecho, si quieren ustedes comprarse un barquito, les recomiendo el mes de septiembre, que es cuando más <abandonos> de la vocación marinera se producen después de los sustillos…
Sé que alrededor de la expedición de estos títulos hay un negocio suculento para las academias náuticas y que el Estado necesita recaudar. Esas tarjetas deportivas suponen unos pingües ingresos para la Administración, pero es una vergüenza leer el temario exigido y sobre todo, las horas de prácticas requeridas, que facultan a personas que no saben usar decentemente un anemómetro de cazoleta, a largar amarras en un puerto.
Puedo estar equivocado, pero soy de la opinión de que el dinero te puede dar acceso a un examen y a un título, pero nunca te dará la pericia necesaria para salir a la mar. Eso es cuestión de años.
Bajo mi punto de vista, es necesario aumentar el nivel de conocimientos y los días de mar necesarios y contrastados para expedir esos títulos.
Esto que estoy diciendo aquí, créanme, es lo que hay, lo que todos sabemos, lo que miles dicen en privado y lo que nadie se atreve a decir en público.
Si les puedo asegurar, que he perdido la cuenta de los marinos de pupitre que tuvimos en su día que socorrer en la mar, cuando ésta, decidió inesperadamente, hacerles un examen práctico.
Un examen sorpresa que no pudieron comprar.
Y algún día, les contaré la aventura de los tripulantes de un trimarán que auxiliamos cuando volcaron, y tuvieron la desfachatez de pedirnos prestado el equipo del buceador de abordo, para tratar de desenredar el aparejo que se había enmarañado en el palo.
La gente es que ve mucha tele.
¿Saben? A mí no se me ocurre iniciar una expedición de alta montaña. No conozco esa disciplina y le tengo mucho respeto a ese medio. De hecho, grandes y experimentados montañeros dejan sus vidas en las cimas. Por algo será.
¿Qué les hace pensar a tantos ciudadanos que la mar es una piscina grande?
Yo se lo diré. La idiocia más absoluta. Y la soberbia.
Hagan la prueba. Siéntense un par de tardes o noches en cualquier club náutico y escucharán frases como estas: “ Bah… yo al Mediterráneo no lo considero un mar, mar”… o… “El Cantábrico, eso si que un mar y no el Mediterráneo, que es una charca”…
Lo que les decía. Ni puta idea. Exceptuando el tifón en el Atlántico que les narré en mi artículo “Puré de milagros”, las peores mares que he cogido han sido siempre en el Mediterráneo, donde he visto a la mar arrancarle un palo a un dragaminas, o donde he llegado a navegar durante dieciséis días seguidos con mala mar en el Golfo de León, al sur de Toulón.
Lo que me fascina, es que trabas conversación –malévola aunque inocentemente–, con los que pronuncian estos disparates, y resulta que salvando las veces que han pescado truchas en el pantano de su pueblo –allá por Cercedilla del Jamonete, en el marinero Sistema Central–, es la tercera o cuarta vez que han subido a un chinchorro de poco más de tres metros de eslora. Eso sí, lo primero que hacen, una vez conseguido el titulito, es comprarse el uniforme (sí, la marina de recreo tiene uniforme reglado y de uso potestativo) con la intención de parecer almirantes de la mar serena y hacerse fotos para ver si pillan, así, en plan oficial y caballero.
Soy un iluso, siempre había pensado que en esta vida, los galones se ganaban. O se peleaban. Ahora resulta que también se pueden comprar.
Que sí. Que yo también conozco aficionados con títulos deportivos –aunque se disfracen de almirante Nelson nunca serán marinos profesionales–, que se apañan perfectamente en sus embarcaciones. Pero no hablo en esta columna de la gente sensata que ha ido aprendiendo pacientemente, o de algunas personas nacidas en zonas costeras que han salido a navegar desde niños.
Hablo de los domingueros de pantalán, que son esos que han ido a una playa dos veces y a la tercera, se compran un barco.
Así las cosas, admiradores lectores, si este verano reciben la invitación del inefable cuñado/vecino/compañero del trabajo –amigo de la aventura y enemigo de la prudencia–, que les propone: “salir a darse una vuelta en su barco nuevo” (salir a navegar) “porque le va a enseñar el mar” (lamento quedarme por primera vez sin palabras) acuérdense de lo leído en esta columna.
Igual les salva la vida, mecachis en la mar.
Don Miguel Ángel, dice Vd.. “””soy tataranieto, bisnieto, nieto, hijo y hermano de marinos…”””, ufff vaya historial, me pregunto si no estará Vd. emparentado genealógicamente con Cristóbal Colón, jeje.
Bromas aparte, excelente artículo, muy didáctico, espero que lo lean aquellas personas, que puedan no tenerle el debido respeto a la mar. Los que tenemos miles de millas náuticas a nuestras espaldas, lo sabemos por experiencia, y por poner un simple ejemplo, cómo se las gasta en la zona del archipiélago de las Bermudas (territorio británico de ultramar), en derrota desde la costa este de EEE.UU, siendo capaz de hacer naufragar a buques y a infringir importantes daños, sobre todo en elementos de la superestructura, tales como arrancar contenedores, balsas salvavidas, tapas de las cajas de cadenas u otros elementos que suelen ir soldados, o anclados a las distintas cubiertas, y si hablamos de yates u otras embarcaciones de recreo, de mucho menor porte y eslora, simplemente se las come, con o sin patatas fritas, y van derechitas a las profundidades, a hacerle compañía al mitológico Neptuno.
Saludos para Vd. y sus distinguid@s y distinguidos lectores.
Zagaliko
…la huerta “pal” hortelano,…la caza “pal” cazador,…y la mar,que es como se le debe llamar,”pa” los marinos,…pero los de “teta”;el resto,como se dice en mi pueblo “farfalla”.Estupendo artículo amigo.Fuerte abrazo.
Me evoca grandes recuerdos de la época marinera. Minuciosa descripción.
EL RESPETO amigo Miguel, respeto a lo que nos rodea. Estupendo artículo. Saludos.