Los siglos XVI y XVII fueron para España dos centurias irrepetibles.
Una época –a diferencia de la actual–, en la que todos sabían cual era su sitio; como dijo cierta reina: “los capitanes en los cuarteles, los prelados en sus iglesias y los asesinos en la horca”.
Una edad de bachilleres lúbricos y de novicias emparedadas, de hidalgos malcomidos y de matasietes a sueldo; y también, de poetas inmortales que hermosearon con tal rotundidad los días que les tocó vivir, que desde entonces, ese tiempo, ha sido llamado: el Siglo de Oro.
De estos últimos quiero hablarles hoy –y con permiso de Miguel de Cervantes Saavedra y de Félix Lope de Vega–, centraré el artículo en Luis de Góngora y en Francisco de Quevedo y por supuesto, en la legendaria enemistad que unió sus firmas por los tiempos en la memoria literaria española.
Luis de Góngora y Argote (1561-1627) fue un presbítero cordobés cuyo particular empleo del lenguaje creó escuela: el culteranismo.
Esta línea de escritura –y sin ánimo de caer en una simpleza–, pasaba por una vuelta a la voz de los clásicos; pero adornada con figuras retóricas como el hipérbaton y plagada de cultismos que configuraban la obra como un complejo texto a descifrar por unos pocos iniciados en ese solipsismo.
Góngora fue un esteta de léxico rebuscado –a mi juicio y a riesgo de que me crucifique la parroquia gongorina–, el autor que da el primer paso hacia al hermético simbolismo que recorrerían siglos después los post románticos; aunque el culteranismo barroco de Góngora apostase por una métrica cuidada que desdeñarían los simbolistas con Baudelaire a la cabeza.
El antagonista de Góngora, fue Francisco Gómez de Quevedo Villegas (1580-1645) un madrileño nacido en la cuna de la baja nobleza y reconocido como el gran adalid del conceptismo con la venia de Baltasar Gracián.
El conceptismo, como su propia raíz indica, iba al concepto, para luego diversificarlo en múltiples direcciones cargando a las palabras de varios significados. Era por lo tanto, polisémico, pero a la vez conciso y cobró su máximo sentido en el célebre adagio: “lo bueno, si breve, dos veces bueno”.
El culteranismo nació dentro del conceptismo –y a diferencia de éste, que creció montaraz en el bancal de la prosa–, floreció en el jardín de la lírica para perfumar a las letras con su fragancia secreta.
El culteranismo era lo espiritual. El conceptismo era lo orgánico.
Fueron, la rosa y la berza.
Así lo vio Góngora, ya en los primeros versos de este romance imperecedero.
Esperando están la rosa
cuantas contiene un vergel
flores hijas de la aurora,
Bellas cuanto puede ser.
El contrapunto lo puso Quevedo con su parodia sobre la hilarante boda entre Don Repollo y doña Berza. Les dejo las dos primeras estrofas…
Don Repollo y doña Berza,
de una sangre y de una casta,
si no caballeros pardos,
verdes fidalgos de España,
casáronse, y a la boda
de personas tan honradas,
que sustentan ellos solos
a lo mejor de Vizcaya…
La pregunta es: ¿por qué esa hostilidad entre ambos genios?
Nadie tiene la respuesta, aunque es de suponer que Quevedo quiso alcanzar renombre atacando a un Góngora consagrado –que ya había publicado sus primeros versos el año que nació Quevedo–, pero esa rivalidad bien pudo ser la lógica consecuencia de ese afán infantil por medírsela que tienen los hombres en general y algunos autores en particular; y cuando hablo de medírsela, me refiero a un análisis más cercano a lo prostático que a lo prosódico.
Por otra parte, es sabido que en aquellos años, las diferencias personales no se arreglaban como hoy, con un parte amistoso de accidente, sino con la espada o con unas letrillas que provocasen en el adversario a batir, una gangrena anímica aún más lacerante que la del acero toledano; y en estas lides, nuestros protagonistas se acuchillaron a sonetos de mala sangre.
Ambos coincidieron en Valladolid, adonde se había mudado la Corte en 1601.
Quevedo llegó a la villa del Pisuerga ese mismo año, Góngora lo haría un par de años más tarde; y los dos, al igual que otros escritores, se establecieron en la ciudad castellana buscando el mecenazgo de cortesanos poderosos que les abriesen camino en la ascensión a la cima literaria y en la pirámide social.
Pero por si el andaluz tuviese poco con sentirse en Valladolid como un cálido jazminero transplantado en el Polo Norte, se encontró con los primeros poemas del cojitranco Quevedo, que bajo el seudónimo de Miguel de Musa, buscaba la fama satirizando el alambicado estilo del cordobés; y Góngora se defendió…
Musa que sopla y no inspira
y sabe que es lo traidor
poner los dedos mejor
en mi bolsa que en su lira,
no es de Apolo, que es mentira…
Así empezó la disputa. No en vano, Góngora tachó a Quevedo, entre otras lindezas, de patán ignorante del griego que se afanaba en traducir y de enfebrecido catador del vinazo tabernario, refiriéndose a él como: “Francisco de Quebebo”.
El madrileño por su parte, no dudó en tildar a Góngora de clérigo huraño, de homosexual, de amigo de los naipes y sobre todo, de lo peor que un español podía ser acusado en aquellos años: de judío.
No hará falta que recordemos el mordaz soneto que el burlón Quevedo le dedicó a su oponente, publicado con el artero titulo: <<A una nariz pegado>>; donde un prominente apéndice nasal –signo distintivo del pueblo israelita–, pretendía ser prueba de cargo contra Góngora.
Muchos estudiosos niegan hoy la autenticidad de todos los versos cruzados que se les atribuyen a estos inigualables duelistas del verbo, pero no me resisto a transcribir en esta humilde columna, unos sonetos que bien pudieran ser auténticos.
De Quevedo.
Vuestros coplones, cordobés sonado,
sátira de mis prendas y despojos,
en diversos legajos y manojos
mis servidores me los han mostrado.
Buenos deben de ser, pues han pasado
por tantas manos y por tantos ojos,
aunque mucho me admira en mis enojos
de que cosa tan sucia haya limpiado.
No los tomé, porque temí cortarme
por lo sucio, muy más que por lo agudo,
ni los quise leer, por no ensuciarme.
Así, ya no me espanta ver que pudo
entrar en mis mojones a inquietarme
un papel, de limpieza tan desnudo.
De Góngora
Anacreonte español, no hay quien os tope,
que no diga con mucha cortesía,
que ya que vuestros pies son de elegía,
que vuestras suavidades son de arrope.
¿No imitaréis al terenciano Lope,
que al de Belerofonte cada día
sobre zuecos de cómica poesía
se calza espuelas, y le da un galope?
Con cuidado especial vuestros antojos
dicen que quieren traducir al griego,
no habiéndolo mirado vuestros ojos.
Prestádselos un rato a mi ojo ciego,
porque a luz saque ciertos versos flojos,
y entenderéis cualquier gregüesco luego.
Son bastantes más las décimas y sonetos –nada amables–, que presuntamente se dedicaron el uno al otro, pero están todos en cuarentena por su dudosa originalidad y además, el espacio para reproducirlos aquí es escaso.
Para ir alcanzando el punto final de esta crónica, hay que reseñar que las vidas de estos brillantes literatos –al margen de sus reyertas poéticas–, discurrieron por caminos muy diferentes y sus avatares darían de sí muchas páginas, todas ellas interesantísimas; pero siempre es mejor guardar munición en el tintero para escribir en el futuro un capítulo más sobre aquellos, que incluso en sus disputas, nos enseñaron a amar la literatura.
Y a nuestra historia.
He disfrutado con la lectura y he aprendido. ¿Qué más se puede pedir? Un abrazo.