Sé que no todo el mundo está preparado para vivir con esa realidad o, cuando menos, con la seguridad fehaciente de que esto es así, pero asumámoslo: todo termina. La sabiduría de los años y la experiencia acaba por darte esa lección, antes o después, y si la has aprendido, no te queda otra que vivir con ella.
En un mundo en el que los mismos estereotipos de películas infantiles, y no tan infantiles, alimentan el mito del amor romántico, en el que se nos envía constantemente el mensaje de que tal sentimiento puede curar problemas de cualquier índole, sin ciencia, sin especialistas y por decreto divino, la realidad termina por ser negada. Exponerla supone un acto de coraje cuando sabes que propios y extraños te dedicarán algún epíteto. Es más bello y fácil creer en el cuento en el que, por lo demás, las féminas no solemos salir muy bien retratadas y terminamos siendo culpables, cuestionadas y rotas en la mayoría de las casos, sobre todo, después del final feliz, cuando la pantalla se funde en negro.
En el mundo en que vivimos, hay muchas víctimas del autoengaño, consciente o inconscientemente, ya sea por elección propia o por sometimiento. Como resultado, son numerosas las personas que no miran los hechos, sino únicamente escuchan las palabras que quieren oír, esas por las que vuelven la vista a otro lado, y también aquellas otras que piensan con soberbia: «Eso no me va a pasar a mí». Sí, ante esta realidad es difícil alzar la voz para asegurar una certeza que los clásicos sabían y que una sociedad infantilizada como la nuestra se niega a asumir: todo termina.
Contrariamente a lo que muchos puedan creer, esa certeza no imposibilita disfrutar de la vida, más al contrario, la acentúa intensamente. Y mientras las cosas duran, se viven de tal forma que valen la pena de una manera inimaginable. Porque no se miden por el fin a alcanzar, se miden por el viaje. En ese viaje, quien se moja, se compromete y toma la decisión cada día de navegar esas aguas, por más que se embravezca el mar, vive más intensamente que quien se adormece en puerto seguro.
¿Todavía crees que no todo termina? La mayor certeza del final es que cualquiera de nosotros acabará muriendo. Es un hecho innegable, aunque algunos prefieran ignorarlo, da igual la edad que tengan. En esta cultura en la que vivimos alejamos la muerte de nuestra vida, en vez de aceptarla con naturalidad, tal y como antaño se hacía, lo cual otorgaba más serenidad al ánimo de enfrentarse al paso del tiempo y a la lucha del día a día. Esclavos de la imagen, obsesionados con la eterna juventud, cambiando las circunstancias externas imaginando que así se detienen las manecillas del reloj o que se vuelven a tener veinte o treinta años, despreciando todo lo aprendido, todo lo vivido, todo lo soñado… esta sociedad va inevitablemente ligada a las depresiones, las ansiedades, las angustias y un sinfín de problemas que darán trabajo infinito a los psicólogos.
Solo nuestra perseverancia, lo que está en nuestras manos, puede ser sostenido en el tiempo. Puede ser combatido, luchado, cambiado. Por ese motivo es tan importante la cabeza serena, el corazón ardiente y el compromiso con aquellas personas a las que amamos, con aquellos valores que tenemos, con aquellas causas por las que luchamos. Cuando entran en la ecuación terceros, desengáñate, se vive en una inseguridad permanente en la que se han de asumir los riesgos. De tal forma, si se opta por hacerlo, es perfecto. No habrá motivos por los que arrepentirse luego, no habrá incertidumbres futuras sobre qué habría pasado. Cerrarás el capítulo o el libro habiendo atado los cabos, izando las velas al vuelo. Arriésgate siendo consciente de que la seguridad no existe, porque todo termina.
Supongo que es una cuestión de fe. La gente tiene fe en que sus padres y ellos mismos morirán apaciblemente en su lecho en edades que ronden los noventa años; fe en que las promesas de las parejas, después de pasados muchos aniversarios, sean imposibles de romper; fe en que sus hijos serán perfectos tal y como los eduquen, y que serán amados por ellos devotamente y cuidados con esmero cuando lleguen a ancianos; fe en que las personas tengan el coraje para hablar y la lealtad suficiente para no fallarles pase lo que pase en la vida.
Nunca he creído en las promesas. Es más, jamás las he escuchado ni pedido. Y aquellas oídas sin ser solicitadas resultaron, cómo no, mentira. Las palabras son una bendición cuando van acompañadas por los hechos que las secundan, pero resultan el arma más hiriente cuando solo son sonidos portados por el viento. Hay quien se queda con aquellas y no observa el resto, y ni siquiera se da cuenta. Otros preferimos mirar de frente. Vale más una verdad a tiempo, por más dolorosa que resulte, que una verdad omitida que termina destrozando a alguien cuando, antes o después, la descubre.
Tal vez sea una cuestión de fe. De hecho, aquellos que también posean fe religiosa me dirán que no todo termina. Envidio ese bienestar que debe aportar tal pensamiento. Y lo digo sin ironía. Para el resto, lo que existe es la zozobra y la certeza de saber que, ya sea en el amor de pareja que te profesan o en la misma existencia de la vida, todo termina. Después de todo, el tiempo siempre gana las batallas. Y ninguno de nosotros, por más que crea lo contrario, es una excepción.
Y, al final, todos vivimos caminando sobre un alambre. Nos guste o no. Algunos permanecen inmóviles sobre él para asumir menos riesgos. Sin embargo, otros seguimos avanzando. Porque tenemos la certeza de que todo termina y de que, mientras dure, nos comeremos la vida a bocados, porque sabemos por propia experiencia que lo que importa es el viaje.