Por @SilviaP3
Siempre ha sido una de las preocupaciones de los hombres, siempre ha sido uno de sus miedos. Hablamos de la muerte, esa incógnita que conduce a reflexionar a través de la ciencia o de las religiones, y que ahora, siendo todo susceptible de convertirse en un escaparate frívolo y hedonista en el mundo de las redes sociales, ha pasado a formar parte de ellas.
Las aplicaciones que, en los últimos años, han aparecido en Internet para aquellos que deseen dejar su huella póstuma en el universo digital proliferan a nuestro alrededor de tal forma que, a nuestros abuelos y a nuestros padres, les parecerán, de seguro, ciencia ficción, así como una cesión más de nuestra intimidad en un mundo en el que si hay algo que no aparece en una pantalla parece no existir.
Facebook, como siempre, lleva la delantera en su negocio con If I die. El proceso es simple. Aquellos que lo deseen graban o escriben el mensaje que se publicará cuando fallezcan, dando el nombre de tres personas que se comprometerán a avisar al servicio en el momento en que suceda, instante en el que dicho mensaje será publicado.
Esta frivolización de la muerte cuenta con una campaña de publicidad que, en el verano de 2012, vio la luz para promocionar la aplicación: una competición que ganará quien se muera primero. La opción que hay que marcar para formar parte del reto no deja lugar a dudas del premio: For a chance to World Fame.
Así las cosas, es frecuente escuchar la defensa de este tipo de aplicaciones, aludiendo al derecho a morir también en Internet, pero sin reparar en que simplemente hablan de un acto de escaparatismo, no de una realidad. El debate no lo centran en el hecho de poder programar la eliminación o no de las publicaciones, ni en la autorización o denegación de mantenerlas una vez se haya fallecido. Inquieta pensar que aquellos que adopten por fórmulas como If I die permitirán que la red posea su biografía por completo. ¿Realmente lo desean? Si es así, poco hay que decir, ¿pero han meditado fríamente si lo desean?
Hoy por hoy, la red social tiene ya las imágenes de los nativos digitales desde su ecografía, y espera que estos les cedan también voluntariamente las últimas palabras o fotografías antes y después de su muerte.
Pensar en los mensajes que se pueden grabar da lugar, en primer lugar, a numerosos chascarrillos, qué duda cabe; en segundo lugar, a secretos desvelados, venganzas perpetradas con alevosía y un sinfín de posibilidades. Pero todo ello no hace sino restar la dimensión al suceso que la mayoría de los adultos comprenden y que la mayoría de los jóvenes creen que queda infinitamente lejos en su futuro. Después de todo, en la sociedad de la falsa seguridad, difícil es encontrar a alguien que no crea, o más bien quiera creer, que fallecerá de anciano y apaciblemente en su cama, cuando una mirada al entorno hace comprender qué imprevisible, qué efímera y qué injusta es a veces la vida. Seguramente, la mayoría de los que usen la aplicación no se imaginan que pueden fallecer por un descarrilamiento de tren a cualquier edad, por un ataque al corazón o por un suceso macabro.
El mundo en el que vivimos frivoliza con aquello que antes filosofaba, siempre en aras de los beneficios y la vanidad. Alimentar el ego de modo que uno cree que a los millones de habitantes de este planeta les importa lo último que quieres decir no deja de ser un absurdo. Lo cierto es que si uno vive acorde a su conciencia, apreciando a los suyos, valorando lo que tiene y luchando siempre por no traicionarse a sí mismo, cuando se vaya, no necesitará dejar ningún mensaje final, porque habrá vivido plenamente la vida, y sus seres queridos habrán oído lo que tenían que oír y compartido lo que tenían que compartir cuando estaba vivo.
Artículo publicado el 30 de abril de 2014 en el diario digital El Cotidiano.