Por @SilviaP3
Tal vez sean las luces de Navidad; tal vez la sonrisa forzada de aquellas gentes que ni siquiera te saludan el resto del año; tal vez sea el caos de los horarios y las compras; tal vez sea la acumulación de convencionalismos, regalos y cenas; tal vez sea el solsticio. Pero lo cierto es que en esta época del año por nuestras venas corre la tristeza, nuestro ánimo se hastía y el corazón padece reviviendo el dolor pasado de las ausencias, que vuelve a ser tan presente que, a menudo, uno siente envidia de aquellos afortunados que aún viven estas fechas con la sonrisa plena por no haber sufrido ninguna de esas pérdidas irreparables, por no contar cada vez con menos sillas en las mesas decoradas de este diciembre.
Por si la tristeza navideña fuera poco, en lo que se han ido transformando estas fiestas es en un auténtico caos. En estos días, uno debería reflexionar sobre lo acontecido el último año y sobre lo no acontecido que desearía que aconteciera en el siguiente; sobre las ocasiones perdidas, las batallas no libradas, las palabras no dichas y las dichas en vano; sobre los sentimientos no confesados, los abrazos dados, los hurtados y los no osados a dar; y sobre las sonrisas regaladas y las experiencias vividas. Entonces comprendería que nada de todo eso puede ser fingido ni comprado y que nada de todo eso puede ser comparado a tantos objetos que atesoramos, pues tiene más valor una tarde junto al mar compartiendo sonrisas y naufragando en unos ojos que todo el oro del mundo, que todos los lujos con los que muchos sueñan. Admitámoslo, quienes sueñan con esos lujos y no con esas tardes, todavía no han comprendido nada.
Sin embargo, en estas fechas no todos dedican tiempo a reflexionar, aunque sea solo un poco. Lo que sucede más bien es que se dejan arrastrar por la corriente del estrés en la que hay que hacer juegos malabares para combinar celebraciones, trabajo y niños de vacaciones; convirtiéndose la Navidad en una carrera frenética cuya meta es el 7 de enero.
Y en medio de todo eso, si alguno se detiene unos segundos, es atacado por la tristeza. La mayoría de las veces la opción de la gente es evadirse en más cenas, más alcohol, más compras. Como si reflexionar fuera malo, como si encarar de cuando en vez la tristeza nos fuera a hacer daño. Vivir en ella es perjudicial, pero asumirla en ocasiones, atreviéndose a mirar la realidad tal cual es, resulta necesario para afrontar el nuevo año con nuevos bríos.
Y entonces, después de llorar lo pasado, después de recordar la brevedad de lo que somos y que desconocemos cuánto tiempo más respiraremos, cabe la posibilidad de que tengamos fuerza para proponernos a nosotros mismos que, dentro de un año, cuando volvamos a sufrir la tristeza navideña no vamos a tener ocasiones perdidas que lamentar, ni sentimientos no confesados, ni batallas no libradas, ni abrazos que no osáramos dar, y tendremos que agradecer no una sino muchas tardes compartiendo sonrisas, y nos repetiremos, un año más, que lo más importante de un regalo no es lo que contiene la caja sino las manos que nos lo dan.
Mientras tanto, en estas fechas navideñas, nos damos cuenta de que vivimos rodeados de un montón de gente que sigue haciendo depender su felicidad de lo que posee, de los objetos que le rodean, del consumo absurdo que pretenden que supla las carencias que portan por dentro, cuando no que oculte serios problemas psicológicos. Desengáñense. Hay vacíos que ni todo el dinero del planeta puede llenar; hay ausencias que ni todos los juguetes del mundo pueden suplir; y hay tristezas que solo el abrazo y la conversación de un amigo de verdad pueden aplacar. Y eso sí que tiene un valor incalculable.