Sobre los traductores

Sobre los traductores

Por @SilviaP3

Están ahí, en la sombra. Nadie repara en ellos y, sin embargo, han dejado su impronta en cada texto que han vertido a otra lengua proveniente de un idioma ajeno. Son los traductores; hombres y mujeres de letras, amantes de las palabras y fascinados por la lingüística, que saben que, la mayoría de las veces, apenas unos pocos repararán en sus nombres y elogiarán su labor.

No es un asunto baladí. Nadie habla todos los idiomas del mundo. Ya sea uno bilingüe, trilingüe o políglota, siempre habrá obras que, necesariamente, habrá de leer traducidas para poder disfrutarlas. Y ya no digamos todo lo que ha llegado hasta nosotros a través de la tarea de unos nombres que hubo épocas en las que ni siquiera aparecían en las cubiertas de los libros.

Resulta curioso pensar cómo han estado ahí tanto tiempo que hay lectores que se han acostumbrado a su presencia como si se tratara de entes ajenos al mundo, como si fueran programas de ordenador que traducen sin orden ni concierto, infravalorando una actividad laboriosa y loable que permite que la voz de un escritor llegue a los oídos de aquellos que, de otro modo, jamás podrían escucharle.

Ser consciente de esa labor provoca que haya lectores que reparemos siempre en el nombre de quien ha realizado la traducción de una obra, y terminemos reconociéndolos, al igual que a sus autores. Pero no nos engañemos; así como habrá algunos que no nos defraudarán con el resultado de la tarea realizada, habrá unos cuantos, no demasiados, de los que jamás volveremos a leer la edición de las obras en las que han intervenido. Al fin y al cabo, no todo aquel que puede hablar un idioma, puede traducirlo.

Tal es así que, al tiempo de elaborar reseñas literarias, no podemos obviar la labor del traductor del libro que nos ocupe, porque la marca que ha dejado en él, nos lo parezca o no, es imborrable. Resulta irónico pensar que, cuanto mayor es la fidelidad y el respeto por la obra original, y más encomiable el trabajo de quien ha realizado su traducción, más fácilmente desaparece o se nos olvida la figura de quien se ha encargado de ella.

Casi nadie se acuerda del traductor cuando la obra es buena. Ha sido fiel al escrito original, ha respetado sus giros, ha interpretado sus coloquialismos, ha transmitido de la forma más fidedigna posible aquello que quería transmitir su creador, captando las emociones para ser evocadas en otra lengua, y tan bien lo ha hecho que es el autor quien se lleva absolutamente todos los elogios. Cuando el traductor es bueno, normalmente, nadie recuerda que está.

Pero como todo en esta vida, esta situación tiene dos caras. ¿Qué ocurre cuando la traducción es mala?

Quizás no sea políticamente correcto mencionarlo, pero es una realidad que de malas traducciones está la literatura llena. Con frecuencia, los lectores de fantasía y ciencia ficción hemos padecido, y seguiremos muchas veces padeciendo, las traducciones del género a mano de aquellos cuya preparación es escasa (eso suponiendo que las obras se traduzcan, que ya es mucho suponer). Así pues, la edición de malas traducciones ha contribuido a menudo a que en estos lares se considere de forma absoluta la literatura de género de baja calidad, cuando entre la lectura del texto original y su versión en nuestra lengua puede mediar por completo un abismo.

Volviendo en este punto a las reseñas literarias, vale la pena reflexionar sobre la ausencia en muchas de ellas de una mínima mención a quien ha realizado la traducción. La importancia de esta, tanto para el autor como para la obra, es inmensa. Así como antes destacaba que, cuando la labor del traductor es buena ayuda a ensalzar tanto el libro como su autoría, permaneciendo aquel normalmente en la sombra, cuando su tarea se convierte en apresurada, sobre materias completamente ajenas y tomándose libertades sobre el texto, puede destrozar la mejor de las historias. Es ahí donde uno ha de ser cuidadoso.

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Fuente: Pixabay

En un tiempo en el que las reseñas negativas y con saña se han impuesto con normalidad por el universo digital, alejadas de la exposición de un pensamiento absolutamente subjetivo sobre un tema expuesto con respeto (no olvidemos que estamos en un país donde es posible leer entre líneas opiniones gratuitas del tipo: «Este libro es una porquería, no sé por qué no publicaron el mío»), es frecuente que ni siquiera se repare en que, si se realizan las críticas sobre las formas de una obra traducida, ya sea sobre su léxico, la utilización de sus adjetivos o la estructura de sus oraciones, entre otras muchas cosas, difícilmente podremos juzgarla por completo en ese aspecto sin tener en cuenta la traducción, a menos que hayamos leído la obra original. ¿Hasta qué punto tenemos la seguridad sino de que la persona que la ha traducido no ha contribuido a eso que estamos percibiendo?

Como autor, uno espera que quien tiene el poder de posibilitar que otros lectores le lean respete todas y cada una de las palabras elegidas, siempre que sea posible, con el mismo amor y esmero con el que uno lo ha hecho. Porque las palabras son nuestra herramienta, y cuando uno decide usar «solitud», en vez de «soledad», lo hace por algún motivo, por algún matiz en la acepción que le ha conducido a ello, o cuando uno utiliza una expresión en desuso está marcando, consciente o inconscientemente, su estilo. Hay traductores que respetarán eso y transmitirán todos esos matices en diversas lenguas, pero habrá otros que se tomarán unas libertades que en absoluto les pertenecen, convirtiendo la obra en otra cosa que lo que realmente es.

Así pues, por más que nos encontremos en el siglo XXI, sigue siendo necesario alabar la labor de traductores, editores y correctores, aunque de estos últimos hablaremos otro día, porque los lectores nunca agradeceremos lo suficiente toda esa tarea bien hecha que nos pone en las manos uno de los mayores tesoros: un libro.