Por Silvia Pato @Silvia P3
El don no existe. No existe tal y como lo entiende la gente; no existe tal y como se nos enseña desde niños.
Seguramente esa sea la maldición y el prejuicio artístico más alimentado por todos. Tal es así que expresar esa aseveración conlleva a provocar un debate inevitable, aunque siempre interesante, sobre aquellas ideas difundidas en nuestra sociedad que se han convertido en una especie de convencionalismo irrefutable.
Las definiciones de la Real Academia Española son una ayuda imprescindible en estos casos. Así, en el avance de su vigésima tercera edición podemos leer las siguientes acepciones:
1. m. Dádiva, presente o regalo.
2. m. Bien natural o sobrenatural que tiene el cristiano, respecto a Dios, de quien lo recibe.
3. m. Gracia especial o habilidad para hacer algo. U. t. en sent. irón.
Cuando uno las lee, la reflexión es inevitable. Si tenemos en cuenta que un regalo lo recibimos de alguien, y reparamos en el hecho de que se considera un bien sobrenatural adquirido, podríamos reafirmar nuestra opinión, pues parece que la RAE nos da la razón: el don no existe. Aunque si hay algo bien curioso en esa entrada del diccionario es la tercera acepción. Fíjense en la coletilla: utilícese en sentido irónico. Lo dicho, el don, tal y como lo conocemos, no existe.
¿Acaso acudió un hada madrina a la cabecera de nuestras cunas a concedernos la gracia de las letras, la composición, la pintura, o cualquier forma de expresión artística como si pudiera haberse imbuido en nuestras mentes por ciencia infusa?
¿Acaso infravaloramos tanto las experiencias, el aprendizaje y el esfuerzo que cada día realizamos para ir mejorando en todas las facetas de la vida?
¿Acaso valorando todo ello, siendo conscientes de que somos la suma de nuestras vivencias, de nuestros gustos, de nuestras inquietudes, de nuestra capacidad intelectual, de nuestra curiosidad y nuestra constancia, no estimaríamos más la madurez de nuestros artistas y la sabiduría de nuestros abuelos?
Podemos hablar de talento, de alguna destreza o facilidad de la mente hacia una u otra materia, de una imaginación más o menos desarrollada, pero no podemos obviar que eso no es suficiente, porque siempre, siempre, es necesario todo lo demás.
El secreto de cualquier actividad reposa en el trabajo y la perseverancia, salpimentada con la humildad necesaria para aprender de los errores y asumir los fracasos; inspirarse en aquellos que sabemos mejores que nosotros; y sentir que todavía no hemos logrado nuestra mejor obra, porque la intensa necesidad de recorrer el camino, del eterno aprendizaje, de la imprescindible emoción de maravillarnos, sin complejos, sin competencias y sin comparativas es mayor que todas las etiquetas que el mundo nos impone. Vivimos únicamente buscando superar nuestros propios límites, siempre un poco más allá, en un eterno viaje hacia Ítaca.
Resulta fácil, o tal vez sea un vano consuelo, esa tendencia a pensar que cualquier artista, se encuadre en la disciplina que se encuadre, nace con una facultad sobrenatural que le permite alcanzar con facilidad y sin esfuerzo la excelencia en su trabajo, como si en el momento de su nacimiento se le hubiera otorgado el don divino de la música, la escritura, el dibujo, la escultura o las lenguas. Y aún reconociendo que ciertos rasgos de la personalidad cuentan, como la inquietud, la expresividad o la curiosidad, no podemos alimentar la idea de que se nace con una especie de superpoder por el cual, sin haber sido antes un gran lector, un gran oyente o un excelente observador, se pueda escribir, componer o pintar de forma exquisita.
Aquellos que no aceptan sus propios rasgos de personalidad, o las limitaciones que cada uno de nosotros tiene en determinadas actividades, puesto que, al fin y al cabo, somos un cúmulo de circunstancias, prefieren agarrarse a esa idea del don y de las musas. Además de ello, muchos de los que se dedican a alguna actividad artística, cuando no a varias, vencidos por su propio ego, colaboran en fomentar esa idea para ver acrecentada su unicidad o para sentirse especiales o superiores al resto. Lo cual no deja de ser una estupidez. Nadie es superior a nadie. Por fortuna, todos somos distintos y únicos.
Así que algunos, por el contrario, creemos que esa actitud, que no deja de ser reflejo de un gran problema de autoestima, infravalora lo que sí es verdaderamente importante para todos: el trabajo, el esfuerzo, la capacidad de superación, la humildad de la equivocación y la constancia de todo aquel que crea, divulga y expone, sin darse por vencido, sin prisas, movido no por la necesidad de demostrarle nada a nadie, sino por la necesidad de expresarse, de compartir, de sentir.
Quienes así pensamos, continuamos aprendiendo. Antes que escritores, somos lectores; antes que compositores, somos oyentes; antes que cineastas, somos espectadores; antes que fotógrafos, dibujantes o pintores, somos observadores embelesados del mundo.
Todo eso nos conduce por el eterno camino del aprendizaje, guiados por una fuerza interior que no deja de hacer preguntas, que no cesa en su búsqueda de respuestas.
Creer en el don tal y como nos enseñan infravalora el trabajo y las verdaderas aptitudes de creadores y divulgadores, como si al suponer que su labor, al ser realizada sin esfuerzo alguno, viera restado por completo su valor; como si parte del mundo no sintiera herida su vanidad al albergar la creencia de que las cualidades de esas personas son una facultad divina.
Por otro lado, si tenemos en cuenta que cualquiera se etiqueta a sí mismo como artista, tendremos que asumir que todavía queda mucho por conversar, desmitificar y sentido crítico que inculcar para poder vaciar de prejuicios todo eso que responde al epígrafe de «actividades artísticas».
Pero de eso hablaremos otro día.