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Mis motivos para el Orgullo

Mis motivos para reivindicar el Orgullo tienen nombre, rostro y su edad está entre los 13 y los 16 años.
Mis motivos son menores que no viven en los aledaños de Chueca, ni de la Latina, que ni siquiera cuando viven en Madrid acceden a esas calles porque, aunque lo hayamos olvidado, cuando tienes catorce años tu mundo es tu barrio, ese en el que no ondean banderas multicolor ni las parejas LGTB pasean idílicamente de la mano. Porque hay barrios donde quizá no ha llegado el siglo XXI, donde la realidad social está muy por detrás de la realidad legal, donde aún queda mucha pedagogía por hacer y mucha visibilidad por mostrar.
Mis motivos son adolescentes que viven en toda suerte de ciudades, de provincias, de lugares -rurales y urbanos- donde, aunque hayamos avanzado, todavía exista el miedo, y la discriminación, y la violencia. Menores cuya educación sentimental nace del victimismo de cierta ficción audiovisual y literaria -donde les enseñan que siendo LGTB sufrirán mucho hasta que den con el amor ideal: la moraleja es que si no quieren esa fórmula convencional están jodidos- o el triunfalismo del mercantilismo gay que ha convertido nuestra realidad en un producto de consumo y donde aprenden pronto que ser LGTB exige ser divertido, ingenioso, intelectual, fashionista y, por supuesto, triunfador.
Mis motivos para el Orgullo tienen iniciales. Las de los nombres con que se me presentan tras algunas de mis charlas en sus institutos o las de los pseudónimos -en su mayoría- con que me escriben tras leer alguno de mis libros para contarme que esa realidad perfecta que queremos vender desde nuestra narcisista complacencia no existe en su vida. Inciales como las de Y., J., R., S., H., B., C., T…, nombres que no olvido porque encierran historias que me duelen. Historias de acoso escolar. O de rechazo familiar. O de centros educativos que, cuando eres trans, aún no aplican el protocolo que te permite vivir tu identidad sin que te obliguen a ir al baño equivocado. Historias de padres que los y las han echado de casa. De insultos recibidos dentro o fuera del centro escolar. De agresiones no sólo físicas, también psicológicas que a veces -demasiadas- ni siquiera se atreven a denunciar.
Mis motivos tienen catorce, tienen quince, tienen dieciséis años y algunos, a pesar de su juventud, ya han intentado quitarse la vida. Incluso más de una vez. Por suerte, no lo han conseguido. Siguen aquí. En pie de rebeldía. Con cicatrices que, por pequeño que me sienta, intento ayudar a cerrar a través de la literatura. Y no sé si eso les servirá de algo, pero yo necesito creer que sí. Que esos libros, cuando llegan a esos barrios y esas ciudades que no son Chueca, que no son el Circuit, ayudan a quien los lee a sentir algo menos de soledad y un poco más de fuerza.
Por eso -por cada uno de esos adolescentes- celebro el Orgullo esta semana. Y cada día. Porque dudo que baste con acudir a un desfile a una vez al año. Somos la primera generación que tiene derechos que otras ni siquiera pudieron soñar, así que ese derecho también trae consigo el deber social de hacernos visibles cada día. De dar ejemplo y convertirnos en referente de naturalidad para esos adolescentes que viven lejos de Fuencarral o de la Plaza de Pedro Zerolo. Visibles en ese desfile imprescindible de lo cotidiano. Sin miedos. Sin máscaras. Y sin complejos. Orgullosos y orgullosas porque somos más quienes apostamos por la igualdad y la diversidad que quienes quieren imponernos su miedo.
 
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7 de respuestas

  1. Nata

    Yo tambien lo he vivido de cerca y admiro mucho tus palabras. No entiendo porque alguien deberia cuestionar algo tan simple como amar. Una vez mas me quito el sombrero ante ti porque nunca dejas de sorprenderme. Bravo!

  2. Anónimo

    Artículo claro y valiente.

  3. Me gusta esta pagina es interesante su contenido.

  4. me encanta esto muy buen sitio recomendado

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