Ellos les vieron a lo lejos. Se movían en manada, como si fueran bestias sedientas de sangre. Tal vez, sólo se trataba de animales que, sintiéndose acorralados, necesitaban defenderse del miedo.
-¡Levanten los brazos! -gritó el sargento dando un paso al frente.
Era una orden fácil de obedecer.
-¡Ahora muy despacio llévenlas detrás de la cabeza!
-¡No podemos, señor! -gritó el jefe indio mirando con los ojos muy abiertos al sargento.
-No volveré a repetírselo.
-Ni yo a usted, sargento. No es que queramos desobedecerle. Créame no podemos -insistió el jefe-. Si quiere podemos charlar amistosamente.
El sargento notó cómo un torbellino de sangre le golpeaba la cara, provocándole una fiebre que le hacía latir las sienes. Aquella sonrisa en su rostro era inevitable.
-¡Carguen! -ordenó a sus hombres sin dar más tiempo a conversaciones que él consideraba infructuosas.
La policía arremetió brutalmente contra los indios, al paso marcial de sus piernas rígidas. Comenzaron la lluvia de golpes al aire.
Por mucho que lo intentaban sus puños jamás llegaban a descargarse contra aquellos cuerpos.
El enfrentamiento se saldó con tres casos graves de agotamiento, una baja a causa de un chirrido sin identificar en la articulación que unía el brazo al cuerpo plasticoso.
Fue así como aprendieron que la guerra no es cosa de política o tierras, es sólo cuestión de tener codos.