Como si se hubieran puesto todos de acuerdo. Cada uno en su país. A la de tres… Todos van cayendo en fila, como las fichas de un dominó que empujan unas a otras, cada vez con mayor velocidad y violencia. Los primeros, Víctor Manuel III en Italia y Alfonso XIII en España, pero los demás no se quedan atrás. Parece que están cansados de gobernar, de siglos y siglos toreando a sus fieles colaboradores y sus apacibles súbditos. Que si se rasca un poco se ve al momento que de fieles y apacibles no tienen un pelo.
Sí, gobernar es muy duro. Y si no que se lo digan a ellos, que llevan siglos y siglos con esa pesada carga a sus espaldas. Así que si viene alguien y te hace un apaño rápido y gratis, ¿quién puede resistirse a la tentación? Nadie. Todos, hasta los que no sucumben a los guiños del maligno (¡¡ah!!, qué gran pecado la pereza… con lo bien que se está cazando osos y lobos con los amigotes, ¡y tener que aguantar a los pesados de los ministros!…), acaban por imitar al vendedor de humo de la camisa negra y el bigotito recortado, ese que lo soluciona todo en un santiamén, y por el bien de la patria, oye, sin pedir nada a cambio, qué es un chaval de lo más apañado, recomendable cien por cien, limpio y discreto… Sí, sí, un chollo. Y más en estos tiempos… Que no teníamos bastante jaleo con lo de siempre y va y vienen los rojos a dar por…. Bueno, por ese sitio que la dignidad nos impide decir…
Así las cosas a Víctor Manuel se lo ponen en bandeja. No tiene que hacer nada. Ni siquiera tiene que firmar la orden que proclamaría el estado de sitio y tal vez, sólo tal vez, podría detener la marcha de los fascistas sobre Roma. El primer ministro Facta es un pesado, dice que los fascistas son un peligro. ¿Peligro, de qué? Si son la mar de monos, todos bien uniformados, serios, formales, calladitos, y además obedientes, muy muy obedientes. No. De peligro nada. El peligro es la huelga de los rojos. Ya está la cosa bastante mal en la economía, con esta puñetera crisis de reconversión post-bélica, como para que encima vengan ellos a montarnos una huelga general. Los rojos son peores que los austriacos y que los rusos de antes, los del Zar, que con ellos se podía hacer una guerra como Dios manda. Pero estos rojos de ahora son unos desagradecidos, que muerden la mano que les da de comer. Si hasta han conseguido que los campesinos se nieguen a recoger la cosecha (y luego encima vienen estos renegados del Partido Popular y les dan ideas, ¡estamos apañados!, cómo si no tuvieran bastantes ideas ellos solitos). Entre unos y otros quieren ponerlo todo patas arriba. Destruir el país. Bueno, el país país no, pero sí las fábricas, el gran capital, el poder de los terratenientes, que es lo mismo. Porque los intereses del gran capital son los intereses de la nación. ¿O no? Pues claro, ¡faltaría más!
Nada. Lo dicho. De reprimir a los fascistas nada. Además, si la mitad de nuestros generales son fascistas. ¿Cómo va el ejercito a reprimir a sus colegas, con lo bien que nos viene que les presten las armas y los camiones para ir a quemar los ayuntamientos de los rojos? Y lo bien que lo hacen, tú, donde aparecen ellos se acaban los problemas. Se nombra otro alcalde y otros concejales y en paz. ¿Qué? ¿Qué a estos nuevos no los ha votado nadie? Bueno sí, pero votar, votar para qué sirve, y menos si vota el pueblo, esos no saben ni a quien votan, que son una pandilla de vagos que no quieren trabajar ni tienen respeto por nada.
Es triste que los que más deben velar por la democracia, por el gobierno legalmente constituido, por la soberanía nacional, por todas esas grandes ideas de la ilustración y de la doctrina liberal decimonónica, que supuestamente estaban bien asentadas en la Europa del siglo XX, sean los primeros en despreciarlas y en hundirlas, por acción o por omisión, pero eso es lo que hicieron muchos gobernantes y muchos políticos del llamado periodo de “entreguerras”. Los partidos burgueses peleándose entre ellos por “sobornos de calderilla”, como los llamó Romanones, y los reyes constitucionales pasándose la constitución por el forro cada vez que se les antojaba. Parece que todos tenían un cierto desviamiento hacia el absolutismo, una especie de enfermedad genética que no tenía cura posible y que se manifestaba de tanto en tanto.
Pero claro, a Isabel II o a Napoleón III o incluso al Kaiser Guillermo aún se les podían permitir ciertas recaídas más o menos graves en los buenos años de la segunda revolución industrial. Pero en 1918 la cosa se ha puesto muy negra, con los millones de muertos por enterrar, los millones de mutilados volviendo a sus casas y, muchos de ellos, encontrándose con que su país ya no existe porque ha sido desmembrado a gusto de los vencedores, y los millones de obreros volviendo a sus fábricas y viendo que, o éstas han sido destruidas, o que sus mujeres han ocupado su lugar mientras ellos estaban en el frente y que ahora se andan pidiendo derechos que antes nadie quería darles. ¿Y qué hacer con todos estos ex soldados y ex obreros? Si nadie se preocupa por ellos, ellos tampoco se preocuparan por sus supuestos representantes. Punto uno del manual del buen fascista: si estás jodido, busca a otros tan jodidos como tú. Eso, en la Europa de la Paz de Versalles era lo más fácil del mundo…
Y en eso llega Víctor Manuel III, que no debía tener demasiado apego por todo eso que había defendido su abuelo, el unificador de Italia, y decide que con Mussolini no hay que hacer nada, que si monta bulla ya se podrá ocupar de él en el futuro… Y sí, bien que se ocupó, en 1943, cuando Mussolini ya se había encargado de hundir el país metiéndolo en la Segunda Guerra Mundial y condenándolo al calvario de una dictadura personal tan larga como extravagante. Entonces, con el avance aliado en el sur y con Hitler cada vez más delirante, Víctor Manuel piensa que quitándose de encima a Mussolini aún puede salvar la corona. Y claro, ya puestos nos rendimos a los americanos y todos tan contentos. Pero resulta que los alemanes tenían otros planes y que los americanos se tomaron su tiempo para llegar a Roma y ahí si que se puso la cosa realmente negra, más negra de lo negra que había estado antes, con tanta camisa negra y tanto decreto negro en los periódicos y tanto cártel negro declarando batallas al trigo, a la lira, a la Sociedad de las Naciones, a los negros de África (que encima de negros eran revoltosos, como los moros pero un poco más negros) y a los rojos, que no son negros porque son rojos, todo el mundo lo sabe, pero también son revoltosos y salen de debajo de las piedras, porque siempre hay muchos y nunca se acaba con ellos, por mucha misa, por mucho discurso, por mucho destierro y por mucho cierre de universidades que se haga.
Entre la detención y liberación alemana de Mussolini y el fin efectivo de la Segunda Guerra Mundial en Italia aún transcurrieron dos años, dos años de continua pesadilla y verdadero peligro. Roma nunca estuvo tan cerca de ser destruía, ni se cometieron nunca tantas barbaridades como en ese momento. Y si no que se lo pregunten a los judíos, que hasta entonces habían podido vivir con una relativa tranquilidad porque Mussolini, a diferencia de Hitler, no era antisemita. Alguien dijo que los peores momentos de la guerra son el principio y el final, pero en este caso el final no fue uno sino varios, y cuando se pensaba que lo peor había pasado, la realidad se encargaba de hacer saltar por los aires todas las esperanzas.
Víctor Manuel se había vendido al diablo muchos años antes, y el diablo se toma su tiempo pero se cobra lo debido y con intereses. Lo mismo pensó Alfonso XIII, quitándose de encima a Primo de Rivera en 1930, cuando al general, empedernido jugador, se le habían acabado las cartas que se guardaba, con no demasiado disimulo, bajo la manga. Y es que nuestros reyes, además de suicidas, son poco originales…
Aunque hay que decir que por lo menos nuestro campechano rey se lo tomaba con filosofía y hasta con sorna, como cuando delante de un grupo de aduladores dijo desde su exilio en Roma: “Sí, la dictadura ha dejado a España dos cosas: los firmes especiales de las carreteras y la república”. Alfonso XIII era muy cachondo. Se reía de su condición de exiliado metiéndose las manos en los bolsillos, volteándolos y mostrándolos vacíos a su interlocutor mientras decía: “Estoy sin blanca, son un rey exiliado”. Pero la verdad es que sin blanca, lo que se dice sin blanca, no estaba. Porque bien que se iba con su deportivo al casino de Montecarlo y bien que puso un buen pastón para ayudar a Franco con su limpieza del país. Un millón de libras esterlinas, según parece. Pero bueno, es que Franco tenía que hacer una buena limpieza, ya se sabe.
Lo malo es que los demás reyes no vieron venir el lobo. Como tampoco lo habían visto venir ni Víctor Manuel III ni Alfonso XIII. Y no sólo no vieron venir al lobo, sino que ellos mismos fueron los que se encargaron de llamarlo. Carol II de Rumanía tonteó todo lo que pudo con los fascistas de su país. Qué si ahora te meto en el gobierno, que si ahora te saco, que si ahora va y te pego un tiro, pero sin querer, que quedamos como amigos, no te vayas tú a pensar que lo hago por manía personal, pero es que ya te estás poniendo un poquito pesadito, que si ahora ya no te pego tiros y hasta que saco de la cárcel, y te doy un trajecito nuevo, que me los dan a saldo, y te pongo otra vez en el poder… No, hombre, eso no es serio, Carol, eso no es serio, que los fascistas, ya sean las camisas negras italianas, ya sean guardias de hierro rumanos, son gente formal, pero con mucha mala leche, y si se cabrean va y te matan a los ministros y te dan golpes de estado y lo peor, lo peor, es que llaman al primo de Zumosol, y ahí, ahí si que la has jodido pero bien jodido, que al primito alemán no hay quien le tosa. Y se acabó. Finito. Tiempo agotado. Un trenecito lleno de dinero y joyas y a vivir en Rio de Janeiro, que, como todo el mundo sabe, está muy lejos de tu amado país y hace un calor muy pegajoso, y tiene mosquitos que pican y todo eso. ¡Qué duro es ser rey!
Pero no, seamos justos. La verdad es que Carol lo tenía bastante fastidiado, como Boris de Bulgaria, como Alejando de Yugoslavia y como Jorge de Grecia. Todos acabaron delegando el gobierno en generales dictadores, o convirtiéndose en dictadores ellos mismos. ¡Qué podían hacer! A los pobres les habían tocado países muy pequeñitos y muy mal situados, con los rusos por un lado y los alemanes por el otro, y con esa gente marrullera y pendenciera de los Balcanes que ya se sabe que no eran de fiar (Witte, ministro ruso, dixit,), y que si te descuidas te meten en dos guerras mundiales… Y es que gobernar es muy duro, todo el mundo conspira contra ti, y te envidia y critica. Es mejor irse a cazar o a pescar o montarse una buena juerga improvisada (y oye, que si de paso empezamos la industria del cine porno nacional pues tampoco pasa nada, que uno hace lo que sea por el bien del país), y dejar que gobiernen otros, un cirujano de hierro por ejemplo, para que luego digan que los libros no sirven para nada… Que uno es muy leído, y sabe lo que quiere decir Joaquín Costa aunque no lo diga, que estos intelectuales no son tan tontos como parecen, aunque sean un poco melifluos, y es que los libros están bien, pero el aire libre sienta mejor…